A algunos quizás extrañe el uso de la conjunción disyuntiva en el titular de este artículo ya que, posiblemente, estén acostumbrados a ver estos dos términos enlazados mediante un nexo copulativo, es decir, lo habitual en la escena política y mediática española. Cuando se profundiza en el significado de la palabra consenso, que proviene del latín consentire (aprobar, dar permiso para que algo se haga), se observa que la unanimidad implícita en la expresión del término es contraria, por su propia naturaleza, a la idea de pensamiento crítico y, por tanto, de las decisiones alcanzadas por superioridad. Si algo se pacta o consensúa de forma previa a cualquier debate, se pervierte el sentido de este.
El consenso (del que ya hablé también en mi artículo “Los caminos del consenso“) solamente puede ser alcanzado como conclusión puntual, azarosa y posterior a una votación, donde la mayoría absoluta permite validar la línea resultante. Donde hay consenso, no existe un libre ejercicio del pensamiento, ni la posibilidad de un enfrentamiento de ideas cuyo resultado se dirime siempre mediante votación y aprobación de una mayoría absoluta. Es correcto, por lo tanto, plantear los dos términos que protagonizan este artículo como excluyentes entre sí, por las razones anteriormente expuestas. La mayoría absoluta es la única premisa, aceptable por todos, para que una decisión, que afecta a un colectivo, sea tomada; el consenso no encaja en ninguna definición de elección democrática, por muy laxa que esta sea. Y mucho menos cuando lo que se discute, cómo se hace aquí, es de aspectos formales y no de los materiales, derivados de estos.
En el documento que denominaron Constitución Española, redactado en 1978 por un grupo de personas comprometidas, pertenecientes al ámbito político franquista (en su mayor parte) y realizado sin la participación de representantes electos de toda la nación, se habla, entre otras cosas, de la prohibición del mandato imperativo, esto es, no se permite la imposición forzosa de un criterio por parte de las cúpulas de partido a ninguno de sus miembros en las Cortes Generales. Los diputados deben votar en conciencia y sin encontrarse sometidos o condicionados por imposición alguna que pueda determinar el sentido de su voto; realizado teóricamente en función de sus criterios propios y particulares. Sin embargo, cuando analizamos y estudiamos la praxis política y legislativa de nuestro Congreso de los Diputados, comprobamos como este punto no solo no se cumple nunca, sino que además se penaliza la desobediencia jerárquica y, con una frecuencia alarmante, se falsean resultados al votar en nombre de los otros miembros de partido que se encuentran ausentes. El mandato imperativo es imprescindible para legislar en nuestro país y ha actuado siempre en la creación de nuevas leyes, contraviniendo así uno de los principales puntos de la mal llamada Constitución.
Esto, entre otros factores, determina el consenso político y facilita la presencia de pactos y acuerdos previos, ajenos a la posterior representación y puesta en escena, más o menos espectacular, que se realiza por parte de los diputados en el hemiciclo. Las decisiones se toman en las cúpulas de los partidos y finalmente se visualizan, en formato televisivo incluso, en nuestro sacrosanto Congreso de los Diputados. No es, ni mucho menos, el único artículo constitucional incumplido de forma sistemática, pero sí uno de los más relevantes cuando pretendemos estudiar la realidad material del régimen de poder que controla nuestra nación.
El proceso de elección de los representantes y legisladores de los distritos territoriales es un factor capital en la fase definitoria, dada por una verdadera entidad constituyente y, junto a la separación de los poderes, determina la presencia de una verdadera Constitución que permita calificar como democracia a la forma de un gobierno. Si estos representantes son verdaderamente dignos de ser considerados como tales, deberán ser elegidos uninominalmente y responderán, mediante sus votos, no a intereses de partido (y mucho menos del Estado) sino de unos electores que, además, deberían financiar los gastos para mantenerlos en sus cargos y garantizar así su total independencia. Es lo que constituye, en forma sintética, la participación de la sociedad civil frente al Estado y amplía el diálogo a un mayor número de actores, ajenos al mero funcionariado administrativo de los órganos que lo constituyen.
El Estado de partidos español nace como fruto del consenso y se continúa desarrollando hasta nuestros días de la misma forma. Un pacto que por unanimidad reúne a todas las facciones estatales o partidos en torno al poder, para realizar el reparto de los beneficios del ejercicio de este. Los partidos españoles, que no son sino órganos del Estado (como también lo son la Corona, la Fiscalía General, Tribunales de Justicia, etc) se reparten el poder, mediante el consenso, ante los ojos de todos sus súbditos que asisten al bochornoso espectáculo sin inmutarse, sin protestar, y además, alimentando este proceso mediante sus votos. Votos que en el sentido monástico del término, se efectúan como promesa de fidelidad y para alcanzar un paraíso prometido; nunca como ejercicio de una elección libremente expresada. La servidumbre a la que se somete el votante en nuestro país, de forma completamente voluntaria (porque no responde a ningún deber), es ridículamente vergonzante cuando es visualizada por un observador externo y que habita en un país donde sí existe la democracia auténtica o al menos en el que rige un sistema que permite la representación de lo civil ante el Estado. Igualmente debería ser inadmisible, para cualquier ciudadano digno de ser considerado como tal, el hecho de que todos y cada uno de los partidos sean financiados (en su parte legislada y por tanto visible) con los impuestos de todos los españoles y no únicamente por sus seguidores.
En estos días posteriores a las votaciones generales (que ellos denominan con gran ironía ‘elecciones’) asistimos a una representación teatral, realizada sin ningún pudor ni disimulo, en la que se escenifica y se pone en evidencia, incluso para los más profundos ignorantes de la ciencia política, que en España no hay democracia porque lo que hay es: pacto y consenso. Dos características definitorias de los regímenes oligocráticos y no representativos, donde se traicionan los puntos programáticos de los partidos, que pasan a un segundo plano. Termina en este momento toda la participación del votante, pagano y ciudadano, con un resultado final que nada tendrá que ver con deseos expresados en las urnas ni, por supuesto, con ningún mandato imperativo. La función del español ‘de a pie’ concluye como un mero adorno, atusando el pelo en la enorme cabeza del Estado.
Por supuesto hoy en España ya nadie es franquista y esto, en mi opinión, es una de las señales que indican que, en realidad, todos lo son de facto. Por esto, ante el más que evidente paralelismo entre la facción de Pablo Iglesias con el falangismo (que renueva el anterior y reformista del PSOE) y la incuestionable verdad de un Partido Popular representando la herencia directa del nacional catolicismo conservador, sus militantes tratan afanosamente de alejarse de cualquier simbología y estética reconocibles, abrazando masivamente y en conjunto, la socialdemocracia europea que los homologa a todos ellos y les redime de los pecados resultantes de su despotismo sin ilustrar (ya se sabe, eso de: Tout pour le peuple, rien par le peuple).
Entre los lectores que hayan tenido la paciencia de continuar la lectura del artículo hasta este párrafo, no creo que exista ni el más mínimo disenso (aunque quizás deberíamos votar para saberlo a ciencia cierta), pues todo lo expuesto (excepto, quizás, el párrafo anterior que requiere de un pensamiento más crítico y profundo) es asumible por puro sentido común y obedece a unas nociones muy básicas e intuitivas sobre lo que significa la democracia y la diferencia de otras formas de organizar el poder, que no lo son. Sea cual sea la adscripción ideológica que uno crea tener, no es difícil estar de acuerdo (creo) con los razonamientos anteriores.
Sin embargo, mucho me temo que, a pesar de todo y contraviniendo lo dictado por la razón, la moral y el amor a la verdad de los hechos, continuarán siendo una abrumadora mayoría los que guiados por el miedo o bien por el terror, acudirán a la próxima convocatoria ‘votacional’ para seguir perpetuando este horror y posteriormente blasfemando y maldiciendo su mala fortuna, es decir, indignados. Los primeros, los más comunes, prisioneros por el miedo a lo desconocido, a contradecir a ‘la gente’ o a que ganen ‘los otros’ (el equipo rival, en términos deportivos); los segundos, los que temblorosos sufren un terror paralizante, por la incertidumbre que les puede producir la posibilidad de perder sus bienes, alcanzados mediante la corrupción y aquiescencia con el poder y cuya posesión podría verse comprometida con la llegada de una auténtica democracia. Si la corrupción es ya un auténtico modo de vida en España, practicada en todas las escalas sociales (y por cualquier empresario inteligente), la oligarquía actual constituye la principal garantía para mantenerlo.
Se critica y se debate, con mucha expresividad y alharaca, sobre oligarquías empresariales y financieras, sobre la influencia del gran capital (lo que Karl Marx denominó figuradamente Monsieur Le Capital) y sin embargo se obvia y se ignora a la más terrible forma de todas ellas: la política. La oligarquía política que de forma unificada y por consenso, destruye España desde hace más de cuarenta años. La que ahora quiere recuperar su hegemonía mediante nuevos acuerdos y repartos feudales o ‘federales’. La que ahora se ve reforzada con la presencia de nuevas facciones llamadas emergentes y que en lugar de emerger, se derivan de antiguos funcionarios, militantes de distintos partidos y organizaciones subvencionadas por el mismo Estado al que pretenden ‘reformar’. ‘Gatopardismo’ en estado puro; cambiar todo de sitio para que finalmente siga igual, esto es, atado y bien atado.
Y ahora… corran, ¡corran todos a votar!