La finalidad de cualquier ideología siempre ha sido la agrupación y masificación de los conceptos. Utilizando el razonamiento lógico, la dialéctica y la abstracción de ideas, se persigue trasladar percepciones que son parcialmente ciertas hacia su validación universal. Si bien es cierto que el pensamiento humano, a medida que se hace más complejo, intrincado y expresa por tanto las mayores capacidades de nuestra inteligencia, se aproxima más a la realidad, cualquier intento de reducir esta complejidad para hacerla masivamente asequible conduce en consecuencia hacia la inutilidad de lo fantasioso y desdibuja las líneas de lo que se trata de representar. Es por ello, pienso, que habitualmente la radicalización de las ideologías conduce hacia totalitarismos que, de forma obligada, atentan contra las libertades individuales para ser impuestos, y actúan contra la propia esencia de la naturaleza humana. Al reducir determinadas líneas de pensamiento a esquemáticas doctrinas y tratar de extenderlas a facetas para las que no fueron concebidas, se incurre en inevitables errores. La intención, inocente en apariencia, de toda argumentación ideológica es la de simplificar y agrupar múltiples criterios en una sola imagen para permitir el consumo y su fácil digestión por parte de las masas.
Una vocación ésta que indefectiblemente se traduce en la confección de un símbolo artificial y conceptual que pueda ser aceptado por un gran número de individuos. Una imagen, una apariencia de realidad, que como cualquier otra concebida únicamente por nuestra limitada mente humana, nos permite vernos reflejados cuando disponemos de un escaso criterio o de cierta apatía intelectual. Podríamos decir que se trata de una suerte de industrialización de las ideas para las mentes perezosas. Aunque en la práctica, la ideología, lo económico, lo político y lo simbólico son casi inseparables, resulta muy osado sin embargo, afirmar que analíticamente son indistinguibles.
Esta agrupación de criterios y opiniones acerca de lo substancial y lo metafórico produce el efecto de un constructo arquetípico con el cual sus seguidores pueden identificarse. Una materialización incluso estética y gestual, que crea la ficción de un modelo definido de liderazgo. Sin embargo, cuando estas ideologías son desmenuzadas y analizadas de forma sistemática como hace el filósofo Gustavo Bueno en sus obras ‘El mito de la izquierda’ y ‘El mito de la derecha’, el resultado es el de hacer palpable y asequible una cierta noción de falta de validez y coherencia de éstas. La vinculación, creo que evidente, de la llamada derecha política con el ancien regime y por tanto su condición de precedente en la genealogía ontológica de la izquierda, genera una arquitectura que permite simplificar una serie de conceptos concretos que difícilmente podrían ser agrupados en otro caso; algo que de forma certera, en mi opinión, definió el influyente pensador español Ortega y Gasset como ‘hemiplejía moral’.
Podríamos además profundizar en éste aspecto y citar al profesor de Harvard, el controvertido -pero a mi entender certero- Daniel Bell, que en su obra de 1960 ‘El fin de la ideología’ expuso de forma elegante como la democracia y la economía de mercado trabajan conjuntamente en contra de las ideologías. Aunque probablemente, adentrarnos en este terreno y asumir su enfoque, crearía cierto rechazo entre aquellos pensadores que se adscriben en la izquierda política; una compleja paradoja a cuya resolución debo renunciar con cierta resignación en este artículo. Aún así, es bastante probable que, pese a todo, equivocadamente y sin yo pretenderlo, se me califique como afín a la derecha política, haciendo uso de esa extendida máxima que dice que “quien afirma no ser ni de izquierdas ni de derechas es porque es de derechas”. Una frase que tal vez pueda ser aplicable al movimiento falangista español de antaño o la actual facción estatal de Pablo Iglesias, Podemos, partido que siempre insiste en no sentirse identificado en torno a estos ejes, con unos resultados que dejo al libre juicio del lector. En cualquier caso, y por adelantado, responderé con una frase de mi admirado Mario Moreno ‘Cantinflas’: “me ha tocado en suerte ser último orador, cosa que me alegra mucho porque, como quien dice, así me los agarro cansados”
Una vez creada la imagen arquetípica, el producto artificial destinado al consumo final del individuo seguidor de unas u otras ideologías, resulta relativamente fácil adocenar a las masas en torno a estos modelos que se constituyen como concreciones mentales y que facilitan a un individuo su rápida adscripción o rechazo hacia ellos. Se consigue así, quizás involuntariamente o quizás no, que cualquier persona que asuma esos arquetipos acepte y asimile un conjunto de ideas y conceptos que, en forma individual o atomizada, difícilmente podría asumir en su conjunto. De esta forma, estos modelos se convierten en estandartes que otorgan a sus portadores la facultad de atribuirse en forma casi mágica, todas las virtudes y beneficios de la correspondiente corriente ideológica. Se produce además, por asociación, una transferencia de valores positivos hacia aquel líder político que utiliza la etiqueta simbólica como arma para seducir a sus votantes y facilita la rápida incorporación de cuestiones añadidas que son aceptadas, casi sin dudar, por el partidario. Un ejemplo de esto es la frecuente manipulación de los elementos culturales más populares que son políticamente alterados desde el Estado, en función de unas pretendidas adscripciones ideológicas.
Como resulta evidente para cualquier repúblico o abstencionario español, nuestro sistema político no es una democracia formal y por tanto, la utilización de las ideologías en manos de las facciones políticas y que no son sino órganos del poder del estado, tiene la finalidad de realizar groseras divisiones en la sociedad para que mediante su fragmentación se produzca la ilusión de una democracia verdadera. La materialización de estas ideologías en forma de siglas de partido, simplifica el debate y simula un artificial enfrentamiento de intereses, que desvía la atención de lo concreto y lo sitúa en el terreno de lo abstracto. La evolución y devenir de estos comportamientos resulta, como ocurre actualmente en nuestro país, en debates carentes de contenido y que incurren, de manera casi constante, en la demagogia y la vacuidad. Discusiones que no reflejan inquietudes, propuestas o soluciones concretas a los problemas y quedan sometidas a esencias indefinidas que pretenden formar parte de ese arquetipo simplificado que se representa ante los ojos del espectador. La exhibición de un símbolo como único argumento y minimalista forma de expresión.
Las ideologías establecen con frecuencia unos ejes divisorios, (ya sea entre progresistas y conservadores, individualistas o colectivistas, izquierdas y derechas, totalitarios y libertarios, anarquistas y tiranos o cualquier otro aspecto que pueda formar parte de la concepción política humana) que de forma simplista reducen nuestra compleja variedad intrínseca, a amplias relaciones dualistas que, como en forma de metáfora expone la filosofía taoísta, se emparejan y complementan en toda la naturaleza que nos rodea y en la cual nos encontramos insertos.
Toda esta burda trampa conceptual, unida a un régimen de poder basado en los partidos estatales, es lo que aboca al fracaso político en nuestro país y produce los efectos indeseados que tantas quejas suscitan entre la población. Efectos que son consecuencia, como he tratado de exponer en anteriores artículos, de la falta de variedad y complejidad en el debate; resultado de la ausencia total de representación de la sociedad civil en el Estado y que deriva finalmente en la rigidez y falta de dinamismo social que se observa en nuestro país. Una nación consumidora y sin iniciativa propia.
El rechazo que se produce, por parte de una desmoralizada clase gobernada, ante cualquier reflexión seria y concienzuda -y que implica un cierto esfuerzo intelectual del interlocutor-, resulta en ignorar las causas y sufrir efectos no deseados e inesperados que causan indignación entre los que se resisten a ejercitar su libre capacidad de análisis racional.
Y ahora corran… !corran todos a votar!