Mucho ya se lleva escrito sobre los siete atentados yihadistas en París que dejaron, hasta ahora, 129 muertos y más de 400 heridos.
No nos vamos a ocupar del análisis de los atentados, eso se lo dejamos a los franceses que son grandes conchudos, esto es, hombres sagaces en el razonamiento lleno de sutilezas, y que terminarán escribiendo cientos de libros sobre el tema.
Lo que queremos es llamar la atención sobre las reacciones ante tan terribles atentados.
En primer lugar está Obama, que habló de un “crimen contra la humanidad”; luego el Papa diciendo que “no hay justificación humana ni religiosa”; posteriormente Hollande: “es un horror”, y luego todas las declaraciones del pueblo llano francés que puso velas y tocó el piano en el lugar de los mayores asesinatos a mansalva: el teatro Bataclán.
Pero ¿cuáles han sido las declaraciones y declamaciones del pueblo francés?: cantar la Marsellesa en el estadio de fútbol y pegar papelitos diciendo conneries como: “yo amo Francia”, “yo soy Bataclán”, “pidamos paz y amor” y cosas por el estilo.
Ni una puteada contra los yihadistas, ni una pintada contra los asesinos de sus compatriotas, ni una reacción violenta contra una mezquita o un imán fanático. Nada. Parece que tuvieran sangre de horchata.
En el teatro Bataclán se dejaron matar uno a uno 89 ciudadanos franceses por solo tres terroristas, sin que hubiera ni una sola reacción de defensa.
Esto en Argentina no pasa, esto en Rusia no pasa, porque a nosotros nos cuesta mucho vivir acá. No tenemos la vaca atada como decían nuestros padres, que cuando quiero le saco leche. No. Nosotros tenemos, como los rusos y tantos otros pueblos, que ganarnos el pan de cada día con esfuerzo y haciendo de todo un poco. Un hombre así no se deja matar como una oveja, como sucedió con los franceses.
Es que Francia es un pueblo al que le robaron el alma. Las cosas extraordinarias que hizo en la historia se fueron por el albañal de los últimos cincuenta años de malos gobiernos. Hasta Diem Bien Phu en 1954 resonó el grito de merd ante el pedido de rendición. Después nada.
Le han robado el alma también los conchudos (Henry Levy, André Glucksmann tantos otros), esos intelectuales sutiles que se niegan a criticar al mundo ilustrado que postula a Francia como campeona de la humanidad. Imbéciles de todo tipo y pelaje, que terminaron desarmando al alma de los franceses. Hoy transformado en un pueblo tonto que prende velas y canta canciones de amor y paz cuando sus enemigos en el corazón de su propia casa los matan como perros uno a uno.
Y lo más grave, que luego de las altisonantes declaraciones como las de su primer ministro, el catalán Manuel Valls[1], sobre expulsar a los imanes radicales, sobre quitar la ciudadanía a los terroristas, sobre declarar guerra al Estado Islámico, no va a pasar nada de nada. Es todo piripipí. Hablar por hablar sin concretar nada.
Esto lo observó el sagaz Henri Dubreuil: le plus important sans doute, après avoir séché ses larmes, une majorité de citoyens va continuer de refuser la réalité par lâcheté. La société multiculturelle ? C’est bien. L’immigration ? C’est sympa. L’islamisation ? C’est une vue de l’esprit. Non, ces attentats, c’est la faute à pas de chance ma pauvre Lucette…(lo más importante sin duda, después de haber secado las lágrimas, una mayoría de ciudadanos va a rechazar la realidad por cobardía. ¿La sociedad multicultural? Está bien. ¿La inmigración? Es simpática. ¿La islamización? Es un punto de vista del espíritu. No, estos atentados son la falta de chance, mi pobre pequeña Lucía…).
Francia tiene intelectuales valiosos, no conchudos, que han denunciado el estado de decadencia moral e intelectual del alma francesa, del pueblo francés. Así, Eric Zemmour con El suicidio francés, Michel Houellebecq con Sumisión, Renaud Camus con El gran reemplazamiento, Philippe Muray con Homo festivus y sobre todo un pensador como Alain de Benoist, quien desde hace medio siglo viene llamando la atención sobre el tema con centenares de trabajos. Pero estos valiosos varones no solo no son escuchados por las autoridades políticas, sociales, culturales y económicas de Francia, sino que además son denunciados y perseguidos por la policía del pensamiento del establishment y la intelligensia francesa.
Ante esto, hoy le podemos aplicar a Francia aquello que dijo Heidegger cuando le preguntaron qué esperaba ante la entrada de los rusos en Berlín: “que el final no se demore”.
[1] Qué mal que estará Francia que tuvo que pedir prestado un primer ministro a “los gallegos”.