Un día leí en Proverbios (23:7): Porque cual es su pensamiento en su corazón, tal es él. Me di cuenta de algo que todo el mundo conoce y a menudo pasa sin pena ni gloria por nuestra vida, y es que el hombre es literalmente lo que piensa, ya que su carácter es la suma total de todos sus pensamientos.
El pensamiento es en definitiva otro nombre del destino. No solo se convierte la persona en lo que piensa, sino que frecuentemente toma esa apariencia. Si adora a Marte, como la mujer de mi amigo Antonio, o al dios de la guerra, el ceño tiende a dar rigidez a sus facciones; conozco a algunos así, aunque no siempre una cosa lleva a la otra. Si adora al dios de la lujuria, la disipación se manifestará en su rostro como mi amigo el académico; si adora al dios de la paz y la verdad, la serenidad adornará su semblante (a veces también he visto confundir la simplicidad o la pereza con esto). Supongo que segamos lo que sembramos, pero esto —a pesar de lo que dicen los curas— solo es un suponer.
Los pensamientos se acumulan, dan forma a nuestro carácter y este se relaciona directamente con nuestro pensamiento. ¿Cómo será posible que una persona llegue a ser lo que no está pensando, lo que de ninguna manera está pensando? No hay probablemente pensamiento alguno, cuando en él se persiste, que sea demasiado pequeño para surtir su efecto. Lo que da forma a nuestros propósitos ciertamente se halla en nosotros.
Mi tía Rita, jueza y una gran sabia, el otro día me dijo que un hombre no llega al hospicio o a la cárcel por motivo de la tiranía del destino o las circunstancias, sino por el sendero de pensamientos serviles y deseos bajos. Tampoco un hombre de mente pura desciende repentinamente al crimen debido a la presión o a una mera fuerza externa; el pensamiento criminal se había abrigado secretamente en el corazón por mucho tiempo, y en la hora oportuna manifestó su fuerza acumulada. El predominio del hombre natural sobre el espiritual, digo yo. Las circunstancias no hacen al hombre, lo revelan a él mismo. No pueden haber condiciones tales como caer en el vicio y sus sufrimientos consiguientes, aisladas de la inclinación al vicio; o el ascenso a la virtud y su felicidad pura, sin el cultivo continuo de aspiraciones virtuosas. Por consecuencia, el hombre, como señor y amo de sus pensamientos, es el hacedor de sí mismo, el formador y autor del ambiente. Altere el hombre sus pensamientos radicalmente y lo sorprenderá la rápida transformación que esto efectuará en las condiciones materiales de su vida.
Los hombres se imaginan que el pensamiento puede conservarse encubierto, pero no se puede; no se puede, siempre sale; rápidamente se cristaliza en un hábito, y el hábito se solidifica en circunstancias. De modo que no solo los actos, sino también las actitudes se basan en los pensamientos con que alimentamos nuestra mente. Nadie tiene el derecho de arbitrariamente dar forma a los pensamientos de otros, pero no con esto se quiere decir que los pensamientos de uno sean enteramente asunto propio. Cada uno de nosotros inevitablemente afectamos a otros por medio del carácter que nuestros pensamientos y actos han producido. Cada uno de nosotros somos parte del género humano e impartimos a los demás a la vez que recibimos de ellos. Esto parece que es sociedad, o convivencia. En las manos de todo individuo se coloca un poder maravilloso para obrar, a saber, la influencia silenciosa, inconsciente e invisible de su vida. Esta es sencillamente la constante irradiación y absorción inquebrantable de lo que el hombre realmente es, no lo que finge ser… Sobre el ser y parecer he hablado ya en otro lugar.
La vida es un estado de transmisión y filtración que persiste; existir es irradiar; existir es ser el recipiente de la irradiación. Y el hombre, no puede ni por un momento escapar de esta irradiación de su carácter, esta constante debilitación o fortalecimiento de otros. No puede esquivar la responsabilidad diciendo que se trata de una influencia inconsciente. Él puede seleccionar las cualidades que permitirá que de él irradien. Las intenciones de nuestro corazón, aun nuestro pensamiento, será, es, lo que nos condenará, es lo que nos condena en vida, de ahí el sufrimiento de la mente que cada día cobra mayor importancia, incluso le ponen nombre de stress, o depresión, sin embargo no nos llevan al médico de las palabras, al de las ideas que se ciñen en nuestra percepción, en nuestro sentido, produciendo sentimientos.
Nuestras palabras, las ideas y los conceptos que rellenan nuestro cacumen nos condenarán y todas nuestras obras y pensamientos sobre todo, también lo harán. ¿Y quién custodia eso? El que abriga malos pensamientos —y ahora me refiero a uno de los grupos que de verdad azotan la sociedad, los pederastas— a veces se siente seguro, con la convicción absoluta de que estos pensamientos son desconocidos a otros, igualmente que los hechos secretos no son discernibles. Y es que todos los hechos que conciernen a la mente configuran las acciones: “no es un loco”, decía el otro día un psiquiatra hablando del alemán que había tenido encerrada a su hija dieciocho años; claro que no lo es, sabía perfectamente lo que estaba haciendo, pero su mente criada a base de ideas perversas y justificaciones lo permitía. El homicidio es un acto de agresión, pero la ira es una acción de la mente, de modo que la falta puede haber sido precursora del homicidio, pero si los pensamientos de un individuo no llegan a ser furiosos ni violentos, es improbable que este le arrebate a otro la vida, a no ser que sea expuesto a una situación límite —al menos es lo que yo creo—. A base de mirar y desear lo que no es de uno acaba por generar a sí mismo sentimientos, ambicionando lo que no nos corresponde por naturaleza; y lo más seguro es que acabemos por cometer las mayores barbaridades y quedarnos como si tal cosa: eso es lo que hacían, lo que hacen, los caníbales de la sociedad. El marido de Lupe justifica como cosa normal engañarla con otras mujeres; no recuerda el respeto a la persona ni recuerda el día que pactó con ella cumplir una serie de convenios. Su marido la engaña sistemáticamente —autojustificándose— sin darse cuenta de que algo le está fallando, pero le falla a él mismo porque él es el que desvía sus acciones hacia otro lugar que no estaba pactado y ha alimentado esas ideas desde hace mucho tiempo, por ello lo hace de forma natural, impensable de realizar seguramente el día en que se enamoró de ella. Lo mejor es que no se hubiera comprometido a nada ni a nadie —en estos casos es lo más sabio—. Cuando Lupe lo abandona, este hombre que de alguna manera estará apechugando con la vida a estas horas, no entiende los porqués del abandono de aquella santa que le aguantó todo y más. De modo que al nacer el pensamiento que provoca la reacción en cadena, genera toda una sarta de barbaridades en uno o en otro sentido; así me explico yo la envidia, defecto que por ahora no he sufrido nunca, pero que existe y mucho, y también hace mucho daño; nos vuelve mezquinos. El marido de Lupe la tiene amenazada, tiene una orden de alejamiento que en algunas ocasiones no cumple. Si se siembra el pensamiento y luego se desarrolla en lujuria, es casi seguro que finalmente producirá la cosecha completa de un acto vil, de algo que no conocíamos de cerca pero que después de albergarse en la mente, pasa a la acción arrasando como algo natural, intrínseco al ser.
Generalmente se considera el asesinato como homicidio premeditado, y ciertamente ningún acto de esta naturaleza jamás se llevó a efecto sin que el pensamiento haya antecedido al hecho. Nadie ha robado un banco sino hasta después de que le ha dado un tiento, ha proyectado el asalto y considerado la fuga. Asimismo, el adulterio no es el resultado de un solo pensamiento, la mente puede hacer en días que esto sea algo normal y corriente, también la mentira, el engaño. Creo que el deterioro mental antecede, domina la mente del «ofensor», que ha estado cursando una retahíla de pensamientos antes de cometer los hechos. En efecto, cual es el pensamiento del hombre en su corazón, así obra. Si pienso en ello el tiempo suficiente, si dejo a las ideas que se asienten, así obraré; probablemente se instalen y me dominen. He conocido a algún suicida —quiero decir a alguno que cumplió lo que pensó— y comenzó así. De manera que la ocasión para protegerse contra la calamidad es cuando el pensamiento apenas empieza a tomar forma, destruyendo parte de una semilla que en su momento había sido patricia, destruyendo la idea, dominándola. En Japón aprendí a batallar contra las ideas, meditando. Solo el hombre, de todas las criaturas sobre la tierra, puede alterar su manera de pensar y convertirse en el arquitecto de su destino. He escuchado decir a algún purista del arte plástico que jamás se permitiría contemplar un dibujo o pintura inferior, ni hacer cosa alguna baja o desmoralizadora, no fuere que la familiaridad con aquello le mancillara su propia idea y luego se la comunicara a su pincel, este, como ejecutor de la escuela, en cierto modo desprevenida del pensamiento. Yo procuro no leer literatura basura. Se siembra un pensamiento, se cosecha un acto. Se siembra un acto, se cosecha un hábito, se siembra un hábito se cosecha un carácter, se siembra un carácter se cosecha el destino, nuestra vida, dirigimos nuestra existencia más personal, la del estado de la mente que es la que —si nos descuidamos— domina a la persona. [1]
[1] Este texto es una versión del capítulo IV del libro Con una palabra tuya, Madrid, Isidora Ediciones, 2012, págs. 39-45. ISBN: 978-84-616-1990-0; también traducido al ruso.