ROSA AMOR DEL OLMO
El desinterés por la verdad, que domina las épocas de falta de tensión teórica, suele unirse en ellas a la desconfianza de la verdad, o sea el escepticismo. El hombre no se fía; surgen las generaciones recelosas y suspicaces, que dudan de que la verdad se deje alcanzar por el hombre. Claro, esto hoy en día es absolutamente natural habida cuenta el nivel de personas y personajes que rodean nuestras vidas y con cuyos tajos y mandobles a la verdad, nos vuelven desconfiados, zafios y descreídos de todo. Así ocurre en el mundo antiguo, y el proceso de descenso de la teoría, iniciado a la muerte de Aristóteles, contemporáneo a la formación de las escuelas escépticas. Este escepticismo suele encontrar una de sus raíces en la pluralidad de opiniones: al tener conciencia de que se han creído muy diversas cosas acerca de cada cuestión, se pierde la confianza en que ninguna de las respuestas sea verdadera o que una nueva más lo sea. Algo también bastante parecido a lo que sucede hoy con el futuro de nuestro país. Hay que distinguir, sin embargo, entre el escepticismo como tesis filosófica y como actitud vital. En el primer caso es una tesis contradictoria, pues afirma la imposibilidad de conocer la verdad, y esta afirmación pretende ser ella misma verdadera. El escepticismo como tesis, pues, se refuta así propio, al formularse. Otra cosa es la abstención de todo juicio, el escepticismo vital, que no afirma ni niega. Este escepticismo aparece una y otra vez en la historia, aunque también es problemático que la vida humana pueda mantenerse flotante en esa abstención sin arraigar en convicciones.
El primero y más famoso de los escépticos griegos, si prescindimos de antecedentes sofísticos, es Pirrón, a comienzos del siglo III antes de Jesucristo. Otros escépticos son Timón, Arquesilao, y Carneades, que vivieron en los siglos III y II. Después, y a partir del siglo I de nuestra era, aparece una nueva corriente escéptica, con Enesidemo y el famoso Sexto Empírico, que escribió unas Hipotiposis pirrónicas. Vivió en el siglo II después de Xto. El escepticismo invadió totalmente la Academia, que desde la muerte de Platón había ido alterando el carácter metafísico de su fundador, y en ella perduró hasta su clausura, en 529, por orden de Justiniano. Los escépticos que hemos nombrado pertenecieron a la Academia media y a la nueva, que se han llamado así para distinguirlas de la antigua. Durante siglos, el nombre académico significó escéptico.
El eclecticismo es otro fenómeno de las épocas de decadencia filosófica como también sucede ahora. El espíritu de compromiso y conciliación aparece en ellas, y toma de aquí y de allá, para componer sistemas que superen las divergencias más profundas. En general, este proceder trivializa la filosofía, y así hizo, sobre todo, la cultura romana, que utilizó solo el pensamiento filosófico como materia de erudición y moralización, pero estuvo siempre alejada del problematismo filosófico mismo.
El más importante de los eclécticos romanos es Cicerón (106-43) cuya figura considerable es sobradamente conocida. Sus escritos filosóficos no son originales, pero tienen el valor de ser un repertorio copioso de referencias de la filosofía griega. Al mismo tiempo, la terminología que acuñó Cicerón -un extraordinario talento filosófico- para traducir los vocablos griegos ha influido de un modo enorme, si bien no siempre acertado, en las lenguas modernas y en la filosofía europea entera.
También tiene interés Plutarco, que vivió en los siglos I y II de nuestra era, y escribió, además de sus famosas Vidas, unas Moralia de contenido ético, y Filón de Alejandría, un judío helenizado que vivió en el siglo I e intentó encontrar antecedentes bíblicos en la filosofía helénica, sobre todo en Platón. El carácter judaico de su doctrina se revela especialmente en el papel importantísimo que en ella tiene Dios, y en el esfuerzo por conciliar las ideas griegas con el Antiguo Testamento. Entre sus obras se cuenta una muy especial sobre la creación (llamada en latín De opificio mundi) y estudios sobre inmutabilidad de Dios y sobre la vida contemplativa.
Pero la cuestión hoy es que no existe una propedéutica abierta a creer o no, no existe un punto de partida donde salir con éxito del escepticismo en sí, de la duda por todo. ¿Por qué? Pues porque tanto se ha degradado la ética social, la ética profesional y tantas otras éticas inexistentes a cada paso de nuestro quehacer diario que, desde luego la duda y la sospecha es lo mínimo por lo que uno se puede decantar. ¿Quién cree? ¿Quién confía? Es imposible volver a ese estado puro de conciencia donde cabía la posibilidad de creer, donde todo se tornaba seguro. Ahora en esta ecuación en el tiempo que tenemos que hacer para poder entender qué sucede y saber a cerca de la verdad, el hombre, comienza una nueva andadura en la que o cambia o se reinventa.