RAFAEL SÁNCHEZ FERLOSIO. *
La amenaza de seis años y un día de prisión por unas sinceridades apenas levemente deslenguadas referentes al Rey, interpone un abismo que sitúa a la persona del monarca -hombre entre hombres, mortal entre mortales— a una distancia de auténtico tabú respecto de los restantes hombres y mortales. La interposición de un tabú sacraliza aquello a lo que afecta, lo paraliza en puro objeto de culto, lo petrifica en fetiche, ante el que ya no caben más que la idolatría o el desentendimiento.
Sería una desagradable y poco beneficiosa situación para la institución monárquica y su unidad política—amén de nada placentera ni satisfactoria para Don Juan Carlos— la de que el Rey no conociese más grado de acatamiento ni más forma de adicción que los de los genuflexos e incondicionales meapilas de la realeza y de sus fastos. Únicamente la condicionalidad muestra el carácter activo y motivado de un acatamiento y puede hacer honor a una conducta y a unas cualidades. El incondicional, que aplaude con idéntico fervor tanto si el Rey viene de blanco como si va de negro, no aplaude, en realidad, más que a un puro fantasma, a cuyos méritos mayores o menores hace, de hecho, el máximo desaire, pues ni siquiera los ve, para aprobarlos o para criticarlos.
Los españoles son demasiado propensos a la devoción como para que, por añadidura, se olvide la precaución de no favorecerla mediante los rigores de una legislación que, imponiendo el silencio, crea el ambiente propicio para la reverencia o, lo que viene a ser igual, para su simulación. Esperemos que ninguna víctima inaugure, con respecto a la actual institución monárquica, el resurgir de una ceguera tan fatídica como la que denunció Unamuno en 1906 (fatídica para España, fatídica para la monarquía y — lo que fue realmente lo malo- fatídica para los propios españoles).
* Extracto de un artículo aparecido en Diario 16 en 1987.