Los clásicos ya dijeron que el honor es a la Monarquía lo que la virtud a la República. La Monarquía de Juan Carlos I es una monarquía sin honor. El rey traicionó a su padre, Jefe de la Casa Real y heredero de la dinastía, al aceptar ser designado por Franco como su sucesor a título de rey, en contra de la voluntad de Don Juan. Los monárquicos disculpan al rey con el argumento de no poder hacer otra cosa en tal circunstancia. O tomaba la corona que Franco le ofrecía o la dinastía se quedaba sin corona. Juan Carlos prefirió ser Rey sin honor. Este argumento es similar al usado por quienes justifican los llamados déficits democráticos de la Transición. O tomábamos lo que era posible o nos quedábamos sin nada; motivo por el que franquistas y oposición consensuaron un estado de partidos que les permitía a unos permanecer en el Estado, y a los otros subirse a él, en vez de a una democracia. Libertades civiles sin libertad política. Clase política en coche oficial. Contra el libre discernimiento de los españoles se alza, como una línea Sigfrido de la partidocracia, su aparato mediático creador de la opinión. El miedo es un habitual para controlar y dirigir a la población. Los españoles soportamos voluntariamente con resignación, como si fuera un mal menor, el deshonor de la monarquía y la indignidad de la clase política de la partidocracia. De ese lánguido pensamiento el convencimiento de que es, precisamente, ese régimen el origen del problema y el obstáculo para las soluciones, que la Monarquía parlamentaria de partidos oligárquicos de Estado es el creador de los problemas que nos agobian a los españoles e incapaz de resolverlos. Sólo hay un paso: el que exige la virtud. El honor, como la dignidad, solo se pierde una vez. Y ya hace tiempo que anda perdido en el lodazal de las reales conveniencias. Urdangarín -presunto culpable de haber hecho al abrigo del poder lo esperado de quién se cree impune- nos devuelve a la memoria el triste bagaje de actos regios de aseguramiento del trono. Por España, todo por España Majestad. Nos acordamos hoy de la entrega del Sahara a Hassán II o del 23-F. También sabemos de los enredos para excluir de la investigación judicial a la mujer del Duque de Palma, sin que ninguno de los que se proclaman líderes de la partidocracia exija una justicia igual para todos. ¿Qué otra cosa se podía esperar? Sin República constitucional ni democracia el destino de los españoles está en manos del deshonor y la indignidad. Los repúblicos hablamos, pues, de un mundo nuevo en el que los principios, valores, ideales de la democracia sean el fundamento de la convivencia social. La separación de poderes en origen, dos sufragios distintos, es la garantía contra la indignidad y el abuso de los poderosos. Hablamos de la Libertad política, sin la cual los españoles siempre seremos víctimas de la irresponsabilidad de la clase política. Sin ella nunca alcanzaremos la condición de ciudadanos. No sirve de nada luchar contra las crisis sin resolver el problema político que las causa, sin librar antes o al tiempo la primordial batalla por la Libertad. Todos aquellos que argumentaron en su día que la legitimidad se medía por la utilidad, y que esta Monarquía y esta “democracia” eran útiles para los españoles, deberán ahora inventarse otra argucia retórica; como todos los que decidieron que daba igual Monarquía que República o que “esto” era una “democracia”. La verdad es Urdangarín. Él es el régimen.