MIGUEL AYUSO.
¿Se habla otro lenguaje –preguntaba hace años el filósofo Rafael Gambra– porque se piensa y siente de otra manera? Parece, desde luego, lo más natural; aunque también quepa pensar que, en buena parte de los casos, si se cambia de pensamiento y de sensibilidad es precisamente porque se habla otro lenguaje. Lenguaje que, a través de su transmutación semántica y su mitificación, ha sido factor esencial para el cambio mental y, de resultas, la revolución cultural que ha operado y sigue haciéndolo en nuestros días.
Por eso, ante cualquier empeño nuevo, como el que hoy (virtualmente) nos reúne, se hace preciso divisarlo también desde el ángulo del lenguaje humano, que es convencional pero no puede desligarse de la comunicación de lo que las cosas son y nuestro entendimiento intenta alcanzar. Lo que si en todo tiempo fue aconsejable, alcanza una singular importancia en la edad contemporánea, tan baqueteada ella por confusiones y ambigüedades.
Vivimos en Babel, en la nueva Babel de las ideologías, donde a diferencia del episodio del Génesis (11, 6-8), en que los constructores no se entendían entre sí a causa de hablar lenguas distintas, hoy no nos comprendemos siquiera en nuestra lengua. Pues no es que usemos palabras distintas para expresar una misma cosa sino que expresamos cosas distintas con la misma palabra.
Pero, a lo anterior, al equivocismo, se añade de otro lado un empobrecimiento univocista. Si el primero dificulta el consejo aristotélico de seguir el uso común al dar nombre a las cosas, el segundo obliga a superar las rigideces del lenguaje moderno, tan patentes en muchos ámbitos, recuperando su sentido analógico y flexible.
Entre la corrupción de la palabra y la degeneración del poder político se extiende además un vínculo diamantino, pues cuando aquélla se libera de la comunicación siempre aparece la sombra torva de la dominación. El uso revolucionario del lenguaje lo confirma, pues aprovecha siempre, aunque de modo cambiante, los mentados equívocos y limitaciones. Así las «naciones oprimidas» tomaron durante cierto tiempo el relevo de los «obreros oprimidos». Si bien pronto aparecieron las «minorías» (mujeres, invertidos, etc.) para ocupar el primer plano de la «opresión». E incluso, últimamente, es como si la propia «naturaleza», contemplada en el surco de lo se han llamado las «bio-ideologías», se alzara contra formas siempre renovadas de «opresión» por los hombres. Sin embargo, de cuándo en cuándo, retornan otras que se creían pasadas, aunque en puridad no siempre lo hayan sido, y siempre con idéntica finalidad deletérea: he ahí de nuevo la venganza de las «naciones oprimidas».
Pero bástale a cada día su afán.