Si la independencia orgánica y presupuestaria de la Justicia son requisitos indispensables para llegar a la separación de poderes, la mera existencia de un Ministerio de Justicia o Consejerías Autonómicas con dicha competencia transferida, resulta ontológicamente contraria a la Democracia. El concepto de Administración de Justicia pasa de significar modo o manera de hacer cumplir el Derecho, a definir la organización burocrática dependiente del ejecutivo destinada al cumplimiento de los fines de quien la organiza, paga y dota presupuestariamente.   Ejemplo claro de ello es la preparación de puertas adentro de un borrador de Ley de Enjuiciamiento Criminal por el departamento de Caamaño, objeto por su importancia de artículo propio, destinado a afianzar el control directo de lo judicial por el patrón político. Baste ahora referirnos a la mera existencia de un Ministerio de Justicia como algo incompatible con la separación en origen de los poderes del estado. Si el Ministerio es quien paga y organiza materialmente la Justicia, ésta servirá a sus prebostes políticos. Y si el Ministro del ramo es nombrado por un Presidente del ejecutivo que a su vez es investido por la asamblea legislativa, cerramos el círculo vicioso de la inseparación. Uno para todos y todos para uno.   El estado de autonomías, en que cada competencia transferida se convierte en mercadeo de pactos inconfesables y es pieza de caza mayor de los sacrificios del consenso, multiplica el problema en proporción al reparto de las distintas áreas que conforman la jurisdicción. Bajo la excusa de una administración más cercana se duplican los lazos de dependencia. Esa cercanía se convierte así en vigilancia aún más estrecha. No sólo se ata a la Justicia, sino que además se hace en corto con otro eslabón en la cadena de inseparación.   Balanza de Injusticia (foto: blogopositor) El Ministerio de Justicia y las consejerías autonómicas con competencia en la materia deben desaparecer como necesario paso para alcanzar la Democracia en España. Sus atribuciones deben pasar a un verdadero órgano de gobierno de lo judicial elegido por todos los operadores jurídicos dotado de independencia económica, funcional y organizativa, que provea de medios y que determine tanto los destinos como la progresión en el escalafón judicial sin más interferencia externa que la Ley emanada de la Asamblea, el reglamento de desarrollo de tal legislación y la aprobación presupuestaria sobre la previsión de ingresos y gastos que elabore la propia Justicia para atender a sus necesidades. Y eso tiene un nombre, el que García-Trevijano le da en su magistral “Teoría Pura de la República”: Consejo de Justicia.

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