Los japoneses comprobaron cómo cualquier campesino podía aprender a matar en poco tiempo al samurái de la más acendrada aristocracia, de modo que en el siglo XVII tuvo lugar una iniciativa de desarme que consiguió que las armas de fuego desaparecieran de Japón. El guerrero no era sólo un combatiente: encarnaba el ideal social que el revólver ponía en peligro. La guerra ofensiva ha sido históricamente inevitable cuando un grupo social monopoliza una tecnología bélica superior a la de sus vecinos, o cuando importa implementos de destrucción concebidos por otras civilizaciones técnicamente superiores. La ambición de conquista se justifica, en el primer caso, por la conveniencia racional de imponer a los demás la superioridad propia. En el segundo, por el cálculo infantil de creerse superior por el hecho de tener entre las manos brillantes aparatos de destrucción automática, cuyo exótico mecanismo no se controla. Los árabes han conocido ambas experiencias. La mayor manejabilidad del pequeño caballo árabe, en la batalla campal de sable contra espada, dio la hegemonía militar al Islam hasta que Carlos Martel calzó a los caballeros cristianos con estribos, para armarlos con lanzas. Esta innovación tecnológica marcó el comienzo de la decadencia de una de las civilizaciones imperiales de más sutileza cultural. La ambición del califato corrió pareja a los medios propios de satisfacerla. La Armada española ganó en 1571 la batalla de Lepanto porque sus naves estaban preparadas para resistir oleajes como los del Atlántico. Al ser muy sólidas podían transportar varios cañones, cosa de la que escasas galeras turcas eran capaces. El moderno imperialismo musulmán ha creído que bastaba permutar petróleo por proyectiles para que sus ambiciones feudales y religiosas pudieran ser realizadas. Con medios bélicos concebidos por la civilización industrial para no usarlos en su seno. El déspota de Bagdad no comprendió que sus anteriores aventuras en la frontera iraní, desastrosas, no terminaron en holocausto porque estuvieron controladas, en última instancia, por las potencias que suministraban el armamento para medirse entre ellas por testaferros interpuestos.