Al Capone (foto: George) La libertad antipolítica y el desgobierno En su libro más reciente, Teoría pura de la República (2010), Antonio García-Trevijano ha resaltado que «lo contrario del Estado totalitario no es el Estado liberal, una utopía que jamás ha tenido encarnación en el mundo estatal, sino el Estado parcelario, es decir, repartido entre los partidos estatales adueñados del poder constituyente.» Y, seguidamente, insiste en que con los partidos únicos de los Estados totalitarios y los partidos varios de los Estados de partidos –parcelarios o «parcelitarios»–, la sociedad civil se queda huérfana de representación política.   Por su parte, Dalmacio Negro, en el prólogo a la primera edición del libro de David Carrión, Tocqueville. La libertad política en el Estado social (2010), afirma lo siguiente: «Los partidos se han apoderado de la democracia y no hay más democracia que la que ellos dicen que es democracia.» Y concluye: «Tocqueville definió con precisión a los déspotas democráticos, al caracterizarlos por el desprecio que sienten hacia sus semejantes, de modo que sólo ellos son dignos de ser libres para hacer lo que se les antoje. El resto han de ser siervos, pero voluntarios, pues los tiranos democráticos cuidan las formas: obtienen la adhesión y obediencia apelando a la demagogia del humanitarismo igualitario.»   Fue Robert Michels quien en su libro, Los partidos políticos. Un estudio sociológico de las tendencias oligárquicas de la democracia moderna (1911), formuló una ley política –la «ley de hierro de la oligarquía»–, que expresa la inevitable tendencia de las grandes organizaciones burocráticas a ser gobernadas por un escaso número de miembros situado en su cúspide.  Y  como dice Dalmacio Negro, en el prólogo ya mencionado, Tocqueville tuvo tácitamente presente esa ley, influido por Montesquieu, quien declaró que «constituye una experiencia eterna que todo hombre investido de autoridad abusa de ella.»   En un artículo anterior me he referido al nuevo y original sentido político de libertad que descubren los anarquistas, la libertad antipolítica, nacido del rechazo del Estado liberal –si es que acaso existió tal forma de Estado– o de sus gobiernos, así como del Estado autocrático o totalitario de los siglos XIX y XX, donde sucumbe la libertad política y es constreñida la libertad civil. Este antipoliticismo negaba tanto a los partidos políticos como a las luchas electorales y parlamentarias. No en vano, fueron los anarquistas los primeros en subrayar las consecuencias jerárquicas y oligárquicas de los partidos políticos, como señala Robert Michels. Y, así, por ignorancia de lo que significa la libertad política moderna o, tal vez, por simple descreimiento y falta de confianza, prescribieron una sociedad con libertad civil, pero sin Estado.   Ha sido también Dalmacio Negro quien, en su nuevo libro, Historia de las formas del estado. Una introducción, ha estudiado otro modo de antipoliticismo, éste real y mucho más pernicioso que el prescrito con acertada intuición por los anarquistas. Es el antipolicitismo del desgobierno –o antigobierno– imperante en el régimen de poder de los actuales Estado de partidos, «una especie de “mafiosidad” cuyo objetivo consiste en crear amplias clientelas políticas que recuerda al despotismo oriental.

DEJA UNA RESPUESTA

Por favor ingrese su comentario!
Por favor ingrese su nombre aquí