Modelo de tecnócratas desarrollistas, remanso de estabilidad política entre preconizadores del orden a toda costa, y dique de contención del integrismo para los agoreros del apocalipsis islámico, ¿quién hubiera podido atisbar la tormenta que se cernía sobre las hermosas playas de Túnez, ese destino turístico emergente? Aunque su mayor valedor internacional, el presidente de Francia (primer socio comercial de la que fue protectorado suyo), no cesó de ratificar la homologación democrática de este país norteafricano, la inmensa mayoría de los tunecinos se ha empeñado en contradecir las palabras de Monsieur Sarkozy. El hartazgo de la obscena corrupción del clan mafioso gobernante, de la ausencia de horizontes laborales, de la implacable carestía de los productos de primera necesidad, de las puertas con cerrojo al campo de Internet, ha provocado un movimiento masivo de repulsa al poder, provocando la huida del dictador Ben Alí a los predios sauditas. Tras superar la estupefacción ante un fenómeno tan insólito de valentía y dignidad colectivas, los agentes (permanentes o sobrevenidos) del orden público tratan de reducir las protestas populares y reconducirlas hacia una situación de “regularidad” política. En un primer momento, Sarkozy reclamó la celebración inmediata de unas nuevas elecciones, tal como establecía la constitución, con el fin de sustituir a un dictador por otro, pero las cosas ya no son tan fáciles de resolver, y así, un gobierno provisional con mayoría de miembros del anterior régimen y algunos de la oposición tolerada, se apresta a formalizar la transición a una forma de ejercer el poder menos autoritaria. La liberación de presos políticos, el desmantelamiento del ministerio encargado de la censura y la propaganda, y las promesas de apartar a los elementos más nocivos del pasado y legalizar a los partidos que se quieran integrar en el nuevo estado de cosas, son unas primeras señales de apertura que no han logrado desviar la atención de los tunecinos acerca de la componenda de “la unidad nacional”, que está provocando nuevas manifestaciones contra la farsa continuista y reformadora. Desde España, los evangelizadores de la “santa transición” no se recatan en sermonear a los futuros señores de la patria tunecina, vanagloriándose de la providencial figura del Rey tutelar y de una clase política bendecida por el consenso. Lo cierto es que no se puede entresacar ninguna lección democrática de aquel proceso constituyente pero sí muchas acerca del mantenimiento del conformismo de los gobernados y del reparto de la corrupción enriquecedora entre oligarcas.