Somersault rear dive (foto: dee-arts) La ley de la fuerza La monarquía -celestial o terrenal- es una ilusión y en ella los súbditos son más felices cuanto más infantilmente pueden contemplar la política; en sus miradas los reyes siempre son magos o campechanos. Pero hubo un tiempo en el que los reyes fueron príncipes o tiranos. Príncipes si actuaban conforme a la ley; tiranos si la despreciaban. Santo Tomás y Marsilio de Padua coincidieron en esto. Después Sassoferrato clasificó la tiranía en dos tipos: tiranía por el uso indebido del gobierno y tiranía por la ilegitimidad jurídica del gobierno. Cuando llegó el momento en el que gobierno y Estado se con-fundieron, la razón de Estado (Guicciardini) fue la perspectiva mental que presentaba al Estado como motor legislativo aparte del propio derecho, explicación de sí mismo, sustituto del Verbo. Con Dios en el origen y la razón en la justificación, la monarquía intentó ocupar absolutamente este nuevo escenario político hasta que la revolución francesa obró el milagro de diferenciarla otra vez del Leviatán sustituyéndola por la divina Razón, que pasaba de medio a fin. Pero la república de los virtuosos terminó recurriendo de nuevo a la razón de Estado y la monarquía resucitó en forma de imperio. Para la Asamblea francesa eran en 1791 perfectamente distintos el estado de paz, aquel en el que la autoridad civil y la militar mantenían esferas separadas; el de guerra, en el que ambas autoridades debían ponerse de acuerdo; y el estado de sitio, durante el cual las competencias de la autoridad civil pasaban al jefe militar. Más tarde el Directorio amplió el limitado alcance territorial de esta última figura a todas las ciudades francesas, que desde entonces podrían ser declaradas en estado de sitio con independencia de la situación militar en la que se encontraran. Finalmente, la constitución del año 1799 introducía el concepto de suspensión de la constitución contra rebeliones civiles: el estado de excepción. Desde entonces, el Estado, usurpado por la oligarquía de turno, ha intentado por todos los medios seguir siendo el fin de sí mismo mediante la utilización de los gobiernos contra la acción de la ciudadanía. El resultado, la hipertrofia del estado de excepción cuya última entrega es ladinamente confundida por el gobierno de Rodríguez Zapatero con el estado de alarma. En el tira y afloja laboral de la empresa pública AENA, los controladores aéreos fueron al principio jaleados y más tarde, a lo largo de diez meses, ignorados, presionados, engañados, provocados, secuestrados y sometidos por el gobierno. Este ha utilizado el asunto para dar un planificado golpe de efecto que, partiendo no sólo de una nueva violación de derechos de personas o grupos concretos sino de un sin número de ilegalidades procedimentales, pretende cumplir con los objetivos de, primero, agigantar la imagen de los políticos del PSOE menguada tras la debacle electoral catalana y la cruel supresión de la subvención estatal a los parados de larga duración y, segundo, vender sin crítica AENA que, conforme al propio decreto de tres de diciembre, fue convenientemente dividida en dos sociedades distintamente mercachiflables. Los controladores mantuvieron una actitud digna hasta que presos de la vanidad se decidieron a pedir disculpas por una situación de la que no eran culpables. Estos son los hechos que sólo los beneficiados, los envidiosos, los morbosos y los masoquistas niegan. Los perjuicios que sufrieron los viajeros, habida cuenta de que los casos verdaderamente graves deberían haber sido atendidos individualmente por los servicios estatales adecuados, son despreciables comparados con el espectáculo de dictadura-servidumbre ofrecido por la casta política y la gran masa pseudo-electoral. También en la política al principio es el verbo. Pero sólo estaremos ante verdadera política a condición de que pueda saberse quién lo pronuncia. Durante estos días los señores Blanco y Rubalcaba han hablado repetidamente de la fuerza de la ley. Utilizan la expresión como lo hizo la Roma antigua: por los efectos que la aplicación de la ley produce, pero con la pretensión antinatural de defender al Estado contra la sociedad civil. La defensa de la ley y del Estado de Derecho, dicen. Pero ya la revolución francesa se cuidó de devolver a “la fuerza de la ley” el sentido medieval de advertencia: esa fuerza estaba por encima de la voluntad del rey. Hoy en día el sintagma fuerza de la ley carece de auténtico significado si no sirve para desechar de la política la ley de la fuerza. Precisamente el camino contrario al que recorre la partidocracia. Y es que cuando la fuerza de la ley depende del estado de necesidad del gobierno y este carece de control, la población sometida tiende a creer instintivamente en la bonanza del orden que imagina resultante de la promulgación del estado de excepción. A este horripilante fenómeno los juristas del Reich lo llamaron “voluntad de estado de excepción”. Voluntad que no es el verbo, pero sí la ilusión de que el verbo es nuestro, de todos. La falacia de que identificándonos con los hechos políticos consumados estamos actuando políticamente. Sin embargo, la identificación que realmente se produce es la del gobierno con el aparato del Estado y la de las exigencias coyunturales de ese gobierno con el estado de impotencia política y degeneración cultural de la parroquia nacional. El fin es recurrir impunemente a la violencia haciendo de la excepción la regla y de la anécdota la alarma. En definitiva, legitimar la ausencia de constitución que conduce, sin remedio, a la dictadura doblemente tiránica: por abuso y por ilegitimidad. Y así el juancarlismo, renegando de las tres tradiciones en las que pretende cimentarse, cristiana, liberal y democrática, sigue desarrollando veladamente el ser del totalitarismo: apuntala el poder único que autológicamente justifica la ley de la fuerza, codificada o no, mediante la razón de Estado travestida de opinión pública. Todo debería fluir en sentido contrario. Existiendo verdadera política, la acción social puede conjurar la ley de la fuerza siendo ella misma el poder constituyente, y entonces el Estado mismo deja de ser, exclusivamente, el monopolio de la violencia. La representatividad del sistema es el cauce que lleva la acción ciudadana hasta la ley. Pero la acción de la ciudadanía oscila necesariamente entre la conservación del Estado “normal” y la resistencia a cumplir sus leyes. Así que, como ya apuntó San Isidoro, el medio de enfrentarse al poder estatal si su actuación daña gravemente es la desobediencia civil. Cabe pensar que esta desobediencia se convierte en deber cuando la ley es una herramienta al servicio de la iniquidad del príncipe. La huelga que no es desobediente no es huelga. Lo único alarmante del estado de alarma es que no tiene nada de alarmante dentro del rutinario estado de excepción que sufrimos. Los controladores entraron en un Guantánamo interior desde que vio la luz el decreto de febrero y su secuestro físico sólo fue la consecuencia lógica de la previa alienación política de la sociedad civil. La sospecha de que todo Estado en el que los poderes no se encuentran compensados es un estado de excepción y de que todo estado de excepción es una necesidad de guerra civil permanente justificada por un estado de necesidad ficticio, toma cuerpo en la prorrogada navidad del Poder. Cuánta felicidad.