Desde la machaconería totalitaria de la primera mitad del siglo XX no se ha producido un desarrollo cualitativo de las técnicas de propaganda política y manipulación de masas, pero su despliegue y eficacia siguen siendo abrumadores en las sociedades abiertas a su influencia. Repetición de la mentira hasta consagrarla como verdad, desfiguración y ridiculización del adversario, ocultación de lo inconveniente y silenciamiento de la disidencia, adulación del poder y amenaza contra los que se oponen a él, burdo maniqueísmo, simplificación de los mensajes, exaltación tribal, parroquial o nacional, de los nuestros. Pero más allá de los fenómenos contemporáneos, la psicopatología de masas hunde sus raíces en aquello que Étienne de la Boétie acertó a nombrar en 1548: la servidumbre voluntaria, o la viscosa delectación en la obediencia indebida e indecorosa. “Los hombres no desean la libertad… Su enfermedad mortal es el placer de ser siervos”. El golpe de autoridad militarizada dado por el Gobierno para sofocar la rebelión de los controladores aéreos ha desencajado los rostros pétreos de los constitucionalistas que abogan por guardar las formas sin reparar en el fondo antijurídico y antidemocrático del Régimen. Guglutean que vivimos en un “Estado de Derecho”. Al respecto, el eminente catedrático de Derecho Penal, Edmund Berger, se prestó a justificar las tropelías ejercidas por los nacionalsocialistas con categorías tan sutiles como la de “ceguera jurídica”, y en general, con un concepto instrumental del Derecho al servicio del poder, o una interpretación de las leyes en consonancia con los valores dominantes. Así se llega a ese estado donde todo aquello que no está prohibido resulta obligatorio. Ha estallado la indignación contra los que perturban el bienestar de los españoles, rompiendo sus sueños (desbordante cursilería de un estamento mediático que jalea el linchamiento moral y el emplumamiento de los “culpables”), y dañan los intereses económicos y la imagen exterior de nuestro país. Si los privilegios de una casta profesional, impune e irresponsable, son inaceptables, ¿por qué no suscita el estado de alarma ciudadana la permanente ausencia de controladores en un espacio político surcado por la arbitrariedad de los gobernantes?