Calaveras en Ruanda (foto: Cacho Velardocchio) Exterminio total Toda ciencia tiene sus límites. El de la política está en la violencia. Y mientras en Europa predomina la violencia del silencio institucional, para que las élites financieras y sus partidos puedan seguir con sus neg-ocios, y en España con la brutal participación de la prensa, sobre todo de la rosa, ya infiltrada en todas partes, la inmensa mayoría de los países del mundo viven niveles de violencia institucional y física macabros. Y tocan a menudo niveles de absoluta desolación y radical incomprensión. Como decía aquel rabino durante un retiro contemplativo en Auschwitch, la realidad (esa realidad) está “¡más allá, más allá!…” En un proceso descolonizador que por intereses francos desembocó en guerra civil, y que más tarde, tras ser temporal y aparentemente pacificado, el mundo entero le dio la espalda para su máxima vergüenza, aquel escenario de Rwanda a principios de los noventa llama con aldabonazos a las puertas de la conciencia, de la reflexión (¡una vez más!) acerca de qué significa ser humano, desde un punto de vista que hace tan solo cuatro generaciones era impensable. Escribo sólo para recordar el dato, en nuestra cultura de números en páginas en blanco, y también, por contraste, de acostumbramiento a imágenes de violencia anodina. En tan solo cien días, entre ochocientos mil y un millón doscientos mil exterminados, a machete limpio. Cuando se sigue paso a paso el desarrollo de aquel proceso, en el que los países así llamados civilizados fueron paulatinamente evitando una intervención para no manchar sus santos nombres, la rabia se apodera de uno, sabiendo, como es tan evidente, que la masacre (¿cómo llamarlo?) podría haber sido prevenida. EEUU paralizó la intervención porque no era de buena prensa tener algún soldado muerto por aquellos lares, sin que ello fuese óbice para que no permitiese filtración de información fidedigna alguna, que, de nombrar la palabra “genocidio”, forzaría legalmente a su Estado a intervenir. Intervenir: los franceses quisieron intervenir, cuando el genocidio ya casi estaba completado y cuando vieron que el avance tutsi desde el norte era inminente. Demasiados intereses ligados a los hutus radicales. Estamos muy lejos de nada que pueda llamarse civilización. De puertas para dentro, se simula que vivimos civilizadamente; lo poco que queda de civilización es obra del pasado, del trabajo anónimo de millares de personas que creyeron en la idea de hacer un mundo mejor para aquellos que les sucedieren. De puertas para fuera, aún peor: el horror a menudo, lo que está “más allá, más allá”, puntualmente. ¡Puntualmente! ¿Es que algo así puede contarse, medirse? ¿Qué hacemos con esto? ¿Cómo lo digerimos? ¿Es algo más que podamos pensar? ¿Es algo? Somos no sólo herederos, somos causantes del horror. Y lo somos mientras mantenemos regímenes políticos que dan por sentado que algo así puede darse, una vez más.