Anochecer en el Río Amazonas (foto: Alex Pérez) Seringueiros La selva amazónica suele evocar en nuestras mentes imágenes de una especie de paraíso perdido, de un lugar fantástico y maravilloso, lleno de posibilidades aventureras. El falso mito de pulmón del planeta* ha contribuido a la mistificación de esa visión. Pero la realidad de la cuenca amazónica es bien distinta, y su historia está repleta de claros ejemplos de la extrema ambición humana y genocidios que han quedado impunes, cuyos autores han resultado laureados en más de una ocasión como prohombres que han contribuido al desarrollo de la zona. Aunque también se pueden encontrar algunos ejemplos de lo contrario, personas que se han enfrentado a los poderes establecidos con poco más que un puñado de principios éticos. Es imprescindible la lectura de “El Río de la Desolación”, de Javier Reverte, para aquel que quiera hacerse una idea de lo acaecido en los alrededores del río Amazonas desde su descubrimiento. Y de su estado actual. Uno de los casos que más llama la atención y del que menos se conoce aquí, al otro lado del Atlántico, es el de los caucheros (seringueiros): los trabajadores que se encargaban de la recogida del látex en la selva (antes de que Inglaterra consiguiera sacar semillas de contrabando y estableciera sus propias plantaciones en Asia) que eran simple y llanamente esclavos. Personajes como Fitzcarrald o Julio César Arana cometieron verdaderos genocidios entre la población indígena local, hasta el punto de exterminar a miles de ellos, sólo para mantener un férreo control sobre la producción del preciado oro blanco. Los seringueiros se endeudaban con los grandes empresarios del caucho a cambio de las herramientas para trabajar y un rincón en el que dormir: recibían los utensilios a un precio desorbitado en forma de préstamo, que debían devolver con intereses en forma de látex. Un sistema que ya funcionó muy bien con los siervos de la gleba. Como resultado, los seringueiros debían de pedir más anticipos y préstamos para poder subsistir, lo cual los mantenía siempre en deuda con el empresario y bajo su control. Demasiadas similitudes con situaciones más actuales. En España, hoy en día, los trabajadores se endeudan con los grandes (y no tan grandes) bancos a cambio del sudor de su frente para pagar una hipoteca durante el resto de su vida. Hasta hace poco, ha bastado con llevar simplemente una nómina. Tras estampar la firma ante notario, el ilusionado infeliz se compromete a devolver el dinero recibido más los intereses, respondiendo con su trabajo, aunque en un momento determinado no pueda hacer frente al pago y devuelva el inmueble. En tal caso, la persona se puede encontrar desahuciada en la calle, y teniendo que afrontar el pago de una deuda que no cubre la subasta de su recién perdida vivienda. Algo impensable en otros países. De este modo, los bancos seguirán quedándose con inmuebles, algo que a corto plazo no les beneficia, pero que en un futuro no muy lejano, cuando la mayoría de la población sólo pueda ocupar viviendas de alquiler, les permitirá mantener un monopolio. Todo ello pagado con nuestro trabajo…, y nuestros impuestos para los rescates. Pero el sistema está dando otra vuelta de tuerca más a la situación. Ya no sólo se endeudan los particulares, también lo hace la ciudadanía en conjunto, el país. Cuando haya que recurrir a los fondos de rescate europeos, gestionados por otros países como Francia o Alemania, nos impondrán las condiciones que quieran y estaremos en deuda con ellos. Deuda que pagaremos durante años no sólo con el sudor de nuestra frente, sino con el de nuestros hijos, e incluso de nuestros nietos. Una siniestra perversión de las costumbres de la tribu indonésica de los Weyewa* . Aquí no va a venir ningún Roger Casement* o Samuel Fritz para denunciar los abusos y tropelías que permiten los “empresarios” del poder estatal para mantener sus réditos y beneficios. Si la sociedad civil no toma las riendas del Estado y elimina el estamento privilegiado de la clase política, civilizándola de nuevo y poniéndola a su servicio, la ruina personal y colectiva se extenderá como una selva que vuelve a recuperar su dominio perdido.