Cuando comience el minué del 29 de septiembre –portando los danzantes estatales sus respectivas rosas rojas, la del PSOE ya un tanto marchita-, las dificultades para ir al trabajo y desempeñarlo, y el tira y afloja con los servicios mínimos (a pesar de la voluntad de pactarlos acreditada por los sindicatos y el Gobierno, con el fin de minimizar los daños mutuos y volver a la mesa de negociaciones “desde el diálogo”) los guardianes del orden volverán a poner en circulación la reclamación de una ley que ponga límites a la excepcionalidad de una huelga general. En la fuerza de la ley encontramos el fundamento místico de la autoridad.   Este sintagma, “fuerza de ley”, proviene de una tradición que se remonta al derecho romano y medieval, en la que significaba de manera general “eficacia, capacidad de obligar”. Sin embargo, en la época moderna, cuyo punto de inflexión hallamos en la revolución francesa, dicha expresión empezó a designar y reverenciar el valor supremo de las resoluciones adoptadas por la asamblea representativa del pueblo. La doctrina de la soberanía popular apela a un pueblo entero, pero, ¿cómo representar al pueblo en su totalidad?   Las aporías y falacias sobre las que descansa la vigente teoría de la representación son señaladas en este Diario de manera ejemplar, pero lo que nos interesa recalcar ahora es que desde el punto de vista técnico el significado de “fuerza de ley” no se refiere a la propia ley sino a los decretos que tienen, como dice precisamente la expresión, fuerza de ley, es decir, esos decretos que el poder ejecutivo (donde en realidad se halla la inmaculada concepción de la soberanía) está autorizado a promulgar en determinados casos, y en particular, en el estado de excepción.   El concepto “fuerza de ley”, como término técnico del derecho, define la separación entre la eficacia de la ley y su esencia formal. De esta manera, los decretos y medidas que no son formalmente ley adquieren, no obstante, la fuerza que a ésta le corresponde. Y en un régimen donde no hay separación de poderes ni representación política, es decir, en un estado de normalidad antidemocrática (que eso es el Estado de Partidos), la palabra directriz del jefe del ejecutivo, si dispone de mayoría absoluta en el parlamento, o las palabras consensuadas de los oligarcas, si hay necesidad de pacto, tienen fuerza de ley, como decía Eichmann acerca de las de Hitler: “las palabras del Führer tienen fuerza de ley”.

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