Un mapa en la arena (foto: Frederic Remington) Destino Manifiesto En el siglo XVIII muchos norteamericanos veían reflejada en el indio la resplandeciente imagen del hombre salvaje que había creado Rousseau. El mito del buen salvaje: aquel puro de espíritu que “no conoce ni siquiera el nombre de los vicios que a nosotros nos cuesta reprimir” vivía en armonía con la naturaleza y se dedicaba a idílicas tareas agrícolas y cazadoras. En 1826 James Fenimore Cooper nos entregó (la adaptación cinematográfica de Michael Mann es muy estimable) una visión épica y trágica del “homme sauvage”. Diez años después de la publicación de “El último mohicano”, el nativo adquiere las rasgos de un ser perverso, que con su crueldad prolongaba la naturaleza salvaje y hostil que rodeaba a los colonos. Un juez de Tennessee, despiadado e implacable con los delincuentes, accedió a la séptima presidencia con el nombre de Andrew Jackson (1829-1837). En 1814, sin autorización de su Gobierno, Jackson se había apoderado de la ciudad española de Pensacola para capturar a los ingleses allí refugiados; y en 1818, sin respetar tratados ni fronteras, había perseguido y exterminado a los indios semínolas en el territorio español de Florida. Durante su mandato presidencial dirigió un violento ultimátum a Francia y provocó el desastre financiero de la “guerra contra el Banco”, que terminó con la retirada de los fondos públicos del banco oficial. Jackson concibió el Destino Manifiesto para liberar a Norteamérica de los “íncubos españoles” que violaban el descanso sabático. Además, para los políticos de Washington, los indios eran un obstáculo para el desarrollo económico de la nación. El general William T. Sherman, un héroe de la guerra de secesión que llevó a cabo la llamada “guerra total” (destrucción de Atlanta el 15 de noviembre de 1864) y que invirtió grandes sumas de dinero en la expansión del ferrocarril, proclamó que no permitirían que “unos indios andrajosos frenaran el progreso”, concluyendo que “el único indio bueno es el indio muerto”. La “misión trascendente” fue ensanchando su espacio vital. Theodore Roosevelt, ganador (como el siniestro Kissinger) del Premio Nobel de la Paz pese a su belicismo, dictaminó la intervención de los EEUU en cualquier nación latinoamericana que “fuera culpable de actuar incorrectamente en su política interior y exterior”. Distintos presidentes han recurrido al Destino Manifiesto para justificar sus devastadoras represalias, constituyéndose en el terror de los malhechores internacionales, aunque para perseguir a sus presas hayan tenido que destruir las madrigueras populares donde obtuvieran cobijo. Esa extraña mezcla de fanatismo religioso y nacionalista hace temblar a países enteros, para hacer caer, junto con las víctimas colaterales, a los demonios nativos, latinos o árabes que “amenazan su seguridad” o que comercian con lo ilícito y se apoderan del petróleo, en perjuicio de los designios providenciales de Estados Unidos.