Si el negocio bancario se revela como un gigantesco fraude que ha acabado por consumir su potencial especulativo, inyectémosle nueva savia de los contribuyentes para recomponerlo; si la actividad de los partidos estatales es un permanente engaño que ha dilapidado los recursos públicos agostando la economía productiva, sigamos votando -o participando en la farsa electoral- para regenerar la corrupción. No es extraña ni novedosa esa enfermiza necesidad de reverenciar y entregarse al opresor. Muchos, incluso, extraen placer –un abyecto placer- de tal abandono. En el castigo que el amo les proporciona encuentran los siervos una vía de expiación de sus propios pecados ¿o acaso no son culpables de haber vivido por encima de sus posibilidades cayendo en la tentación de los jugosos y envenenados préstamos, además de renovar su confianza en un gobernante incompetente cuando podían haberse guarecido bajo el manto protector de un nuevo jefe supremo? Pero los masoquistas que se abandonan en las urnas al arbitrio y el abuso de las autoridades partidocráticas y sus compinches financieros no hallan purificación alguna, sino más envilecimiento. El totalitarismo que requiere una continua coacción acaba por ofrecer alguna grieta y resquebrajarse. La garantía de su mantenimiento residiría en que los comisarios políticos y sus lacayos pudieran gobernar una población de esclavos que adorasen su propia condición (como aquellos que se hicieron matar en la guerra de secesión americana por pura devoción hacia sus amos). Y para inducirles a amarla y por tanto descansar en una eficacia sin fisuras, el moderno totalitarismo sigue contando con la educación/domesticación y la propaganda mediática, reconciliando ininterrumpidamente a los súbditos con su destino: la servidumbre. El mayor triunfo de la propaganda se logra no cuando se hace algo, sino cuando se impide que ese algo, lo más importante por hacer, se haga. Grande es la verdad pero el silencio puede abarcarla y recubrirla durante mucho tiempo. Por el simple procedimiento de no mencionar o llamar la atención sobre cuestiones que deberían ser ineludibles, de correr, en suma, una cortina de acero entre las masas y los hechos y argumentos políticos que los oligarcas consideran indeseables, la propaganda totalitaria de los partidos estatales ha influido en la opinión de manera mucho más eficaz que si hubiera recurrido a las denuncias de la disidencia democrática y a la pretensión de refutar la teoría de la libertad política.