Derwent Water Jetty (foto: midlander1231) Agua dulce, agua salada Al final de la década de los ochenta en Estados Unidos se denominó como economistas de agua salada (saltwater economists) a todos aquellos neokeynesianos, ubicados en universidades cercanas a los océanos (Harvard y el MIT de Massachussets, Princeton de Nueva Jersey o Stanford de California), que pensaban en la intervención del Gobierno (Sector Público) como instrumento necesario para reestablecer el equilibrio de los mercados de competencia imperfecta, disciplinar las conductas de los agentes que intervienen en ellos con información desigual y ayudar a las personas e instituciones que muchas veces se comportan de manera irracional y de forma contraria a sus propios intereses. En la reciente crisis financiera alguno de ellos, Raghuram Rajan, advirtió del gran riesgo del dinero barato y de la “titulización” de las hipotecas, así como del poder de algunas instituciones (Wall Street) y del “capitalismo de amiguetes” y sus connivencias. En cambio los economistas de agua dulce (freshwater economists), muy liberales, asentados en universidades del interior (Chicago, Minesota o Carnegie Mellon de Pensilvania), pensaban que la intervención del Gobierno era casi siempre inoperante y lo único que lograba era inflación, paro y una asignación irracional de los recursos escasos de la sociedad. Criticaba el gran tamaño que había adquirido el sector público y decían que los “fallos de mercado” eran una excusa dogmática para justificar cualquier intervención pública. En la reciente crisis financiera alguno de ellos, Allan Meltzer, ha propuesto la desincentivación a la creación de gigantes bancarios y el mantenimiento de una disciplina financiera y monetaria a rajatabla. En un debate que tuvo con Stuart Mackintosh (director ejecutivo del Grupo de los 30, responsable de la elaboración de propuestas de reforma financiera que la administración Obama ha llevado al Congreso para convertirla en ley) se burló del actual pensamiento de política económica tendente hacia la idea de un “súper regulador” que fortalezca la vigilancia pública de los mercados financieros diciendo: “La primera regla de la reglamentación es que los burócratas y los abogados redactan los reglamentos, mientras que los banqueros y los mercados aprenden a eludirlos”. Es famoso su aforismo: “el capitalismo sin fracasos es como una religión sin pecado: no funciona”. La realidad actual ha ido mezclando las aguas en los estuarios de la economía y ha surgido una nueva especie: los peces diádromos que unas veces admiten intervenciones públicas porque creen que hay fallas en el mercado (agua salada) y otras no, argumentando que los mercados se autorregulan y cualquier ingerencia los estropea (agua dulce). En estos estuarios, los políticos visionarios tienen su mejor caldo de cultivo y lo mismo venden el superávit presupuestario como el paradigma de la buena gestión que un déficit como signo inequívoco de ayuda a la recuperación económica. En épocas de bonanza, se dedican a regalar dinero por doquier en todo aquello que les puede proporcionar votos (jóvenes que se van de casa, madres que deciden tener hijos, colectivos de distinto pelaje, proyectos empresariales de dudosa rentabilidad, gobiernos regionales insaciables….). Y si el estallido de una tormenta convierte el estuario en un hábitat insoportable, no dudan en engañar a sus ingenuos seguidores nadando río arriba, hacia las aguas dulces, recortando el gasto público de forma drástica en aquellas partidas fáciles de calcular (sueldos, pensiones e inversiones públicas), sin pararse a evaluar cada uno de los proyectos que las componen ni los perjuicios causados a la demanda agregada que pretenden arreglar. En última instancia, el problema se centra en la identidad y legitimidad democrática de los actores que toman las decisiones de política económica; y en los límites de la intervención pública. En estas aguas revueltas, las decisiones de unos cuantos burócratas o eurócratas, por inteligentes que sean, no pueden adivinar ni sustituir la multitud de decisiones que toman millones de ciudadanos y hasta que no comprendan que la economía política es una parte de la acción humana, darán palos de ciego.