El señor Rodríguez Zapatero se apresta a salir del marasmo en que se encuentra, activando los resortes que permitan a la economía española dar síntomas de recuperación. Así, el presidente está a punto de anunciar un plan extraordinario de inversión en infraestructuras. El Banco Europeo de Inversiones y el ICO financiarían el setenta por ciento de esta magna operación, mientras que el resto tendría que ser asumido por unas grandes constructoras a merced de una Banca que sólo quiere pisar el terreno de la ganancia asegurada, es decir, la garantía gubernamental de unos ingresos mínimos. Al respecto, Florentino Pérez, Entrecanales, Luis del Rivero, y compañía, ya están moviendo los hilos del poder. Si la ejecución de estas nuevas obras coincidiese con un periodo electoral, el campo de las promesas sería casi ilimitado. No obstante, como la investigación científica sobre el comportamiento electoral ha descubierto que el mayor grado de abstracción en las fórmulas de captación de voto se corresponde con el mayor grado de incultura política, a Zapatero y a sus huestes no les interesaría ser demasiado concretos en el yermo partidocrático. Aquí no se vota en función de problemas definidos y soluciones propuestas. Cuando González propuso crear ochocientos mil puestos de trabajo para resolver el paro de la época, el arbitrismo del remedio fue peor que el mal de la vaguedad. Desde entonces, se ha preferido embadurnar los programas electorales con abstracciones tópicas: “una sociedad más justa y solidaria” y cosas por el estilo. El votante, por la naturaleza efímera de su función, no puede analizar las ideas generales que suministran los partidos estatales, separando sus elementos integrantes y ponderando sus vínculos con la situación concreta; es incapaz de calcular el proceso real que exigiría su ejecución o de medir sus consecuencias. Por ello se simplifica su labor, haciéndole escoger una, entre dos grandes síntesis. Pero los tutores políticos de la sociedad civil, preocupados por evitar ese mínimo esfuerzo intelectual, ofrecen al votante no ya una síntesis cultural que pueda comprender, sino una fórmula sintética que le pueda agradar o con la que pueda identificarse. Las etiquetas electorales invitan al refrendador de listas de partido estatal a identificarse con los suyos, como en las sociedades cerradas, por la adopción de unas mismas grandilocuencias. Y cuando hay un abismo entre los propósitos reales y los declarados, el lenguaje vacío y la retórica hueca de los oligarcas segrega palabras largas y modismos agotados, como la tinta que esparcen los calamares.