Ahora que la Unión Económica y Monetaria de Europa (UEM), la Eurozona, ha tenido un pequeño bache en su camino, se recuerdan las reflexiones hechas en los años de su constitución. Entonces se destacaba que una UEM sin adición de otras medidas económicas, sobre todo las fiscales, no era una solución óptima para todos los miembros; que la UEM portaba el virus del desequilibrio de su moneda si dejaba a los miembros absoluta discrecionalidad en sus decisiones económicas; que el euro había sido el resultado de un pacto entre los grandes (Alemania, Francia) para tener acceso a un mercado sin riesgo de divisas y los pequeños (España) para tener acceso a un mercado financiero con tipos de interés bajos; y que sólo sería factible mediante un pacto de estabilidad y crecimiento que estableciese una fuerte disciplina financiera y presupuestaria. Los doce países que fundaron la UEM, más los otros cuatro que se han ido adhiriendo, han aceptado sus reglas de juego sabiendo desde el principio que pueden darse “shocks externos asimétricos”, esos acontecimientos que provocan desequilibrios económicos en algún miembro de la Eurozona y no en los otros, como la crisis en el sector del automóvil, el cambio en las preferencias de los turistas, el exceso del gasto público en uno de ellos, la reforma tributaria de uno de los líderes, las modificaciones de la política agraria común o la reducción súbita de transferencias comunitarias (Alberto Recarte). Así que ante la grave crisis económica que padecemos, en algunos ambientes políticos y económicos se analizan, entre otras, la salida de nuestro país de la UEM y la disolución de esta unión monetaria. La primera situación dejaría flotante el tipo de cambio de la nueva peseta para poder devaluarla como remedio para todos los males económicos que padecemos. En apariencia esta opción tiene muchas ventajas: estimula las exportaciones (un porcentaje pequeño de nuestra economía), desanima las importaciones, reparte la disminución de los costes por toda la economía nacional e induce a un alza generalizada de precios que estimularía nuevas inversiones. Pero dejaría a nuestros políticos aun más libres para expandir el gasto público (hoy día ronda el 50% del PIB) y conduciría a la redenominación de las enormes deudas externas (públicas y privadas) en la nueva peseta y al encarecimiento de las importaciones de energía hasta límites insospechados, situación cercana a la suspensión de pagos (conocida como Default). En realidad esta medida monetaria daría un poco de oxigeno (moneda) al enfermo pero no curaría su grave enfermedad (la situación económica) ya que los médicos (nuestros dirigentes) no han sabido (no han querido) diagnosticarla, no han puesto los remedios adecuados ni se han sujetado a protocolo, regla o disciplina alguna. Pensaban que el gasto público era la panacea universal y miraban con desdén a los que pedían una evaluación de todos los proyectos públicos (su coste, su oportunidad, su complementariedad, su gestión y su forma de financiación). Pero con esta “clase política”, devenida en “casta parasitaria” sólo sirven los razonamientos en clave electoral y de conservación del poder ¿Os imagináis a sus integrantes gastando sin freno alguno y utilizando al Banco emisor para financiar los sucesivos déficits? ¿Dónde acabaría nuestra moneda con sucesivas devaluaciones “competitivas” y “necesarias”? La segunda situación, la disolución del euro, es impensable hoy día por motivos prácticos. Si se diese tal situación desencadenaría “la madre de todas las crisis financieras” (Barry Eichengreen). No hay marcha atrás, pues situaciones como la que padece la Eurozona se han dado en la historia económica reciente: durante la crisis de los años 30 en EE.UU. varios bancos del Sistema de la Reserva Federal cortaron muchas transacciones realizadas entre los diversos distritos monetarios (corralitos) y en la unificación alemana la paridad de los marcos de las dos Alemanias dejó “tocada” a la destartalada Alemania del Este. En ambos casos los Gobiernos Federales asumieron los ingentes costes de esas uniones monetarias estimulando la movilidad de las personas y realizando grandes transferencias a los territorios afectados (subsidios de desempleo, IRPF federal, Fondos de unificación y otras trasferencias). Un altísimo precio por mantener la moneda común, pero el tiempo les dio la razón. En conclusión, la UE “tiene que avanzar mucho más en la unión política para que los países europeos empiecen a funcionar más como estados de Estados Unidos” (Paul Krugman). Y además, disponer de un Poder Ejecutivo elegido directamente y de un Parlamento representativo, que tengan poderes reales sobre la política económica de la Unión. Pero mientras no ocurra esto, al menos se deben respetar las reglas de juego que ellos mismos se han dado para que no ocurra lo de Grecia ¿ni lo de otros países?