Medios permanentes, fines mudables Informa La Voz de Galicia en su edición del 20 de enero de un estudio de "sesenta expertos" que concluyen que, en el borrador del nuevo decreto lingüístico que prepara el gobierno gallego, "existen debilidades jurídicas" y "un preocupante desconocimiento del marco constitucional y estatutario que rige el uso de las lenguas oficiales". Aun referido al caso particular de Galicia, la situación allí generada es un buen ejemplo del dislate que supone el propio concepto de “normalización lingüística”. Dada su condición de expertos, debe suponérseles sensibilidad jurídica y por lo tanto es procedente plantear algunas cuestiones: ¿Con arreglo a qué patrones de medida el idioma gallego están en una situación de "inferioridad" con respecto al castellano? Si la ley aboga por la "discriminación positiva" para la promoción de una situación de igualdad, ¿con arreglo a qué criterios jurídicos, sociológicos o de otra índole se podría afirmar que se ha alcanzado una situación de igualdad? La respuesta es obvia: jamás se alcanzará una situación de igualdad que justifique una relajación de las medidas de normalización lingüística, y esto por varias razones. Porque el entramado burocrático-administrativo creado por la normalización lingüística se retroalimenta; porque el gasto en normalización lingüística tiene por principal designio mantener ese entramado, independientemente de los fines para los que se haya creado. No sucede sólo con la normalización lingüística. Todas las instituciones, y sobre todo aquellas que viven de la Administración Pública, tienden a perpetuarse por encima y al margen de los fines para los que han sido creadas, y su capacidad de adaptación es grande: la institución es lo permanente, el fin es lo cambiante. Solamente la empresa privada no puede permitirse el lujo de resistir de forma prolongada una situación de pérdidas. La Administración Pública y las organizaciones por ella subvencionadas, sí, porque no están obligadas a ser rentables. Y al no estar supeditadas al requisito de la rentabilidad, cualquier atropello está permitido porque siempre tendrán la asistencia del Estado: no sólo cuando su existencia se justifique por fines de utilidad indiscutible, como por ejemplo la asistencia sanitaria, sino también cuando la razón de su existencia sea simplemente la promoción de aquello que los gobernantes estiman justo y necesario. Pero aun obviando la imposibilidad de determinar con arreglo a qué criterios podría considerarse alcanzada una situación de igualdad entre lenguas, más allá del número de hablantes que pueden esgrimir unos y otros, la razón para no cesar en la normalización lingüística es inmediata: de la normalización pasaríamos al mantenimiento de la situación ya normalizada, lo cual justificaría la persistencia. Porque la normalización lingüística, al igual que los ejércitos, al igual que la policía, al igual que la burocracia, crea las condiciones para su perpetuación. A la normalización lingüística le sucede lo mismo que al nacionalismo: su triunfo sería su autonegación. Para superar el trance, se redefine el fin, que es mudable y secundario, y se mantienen los medios, que son lo inalterable. Pero la petición de principio que supone la necesidad de alcanzar una situación de "igualdad" entre dos lenguas es evidente: ¿por qué habría de garantizarse tal igualdad desde la administración pública?, ¿no sería suficiente con garantizar la libertad de los hablantes, e incluir esa lengua como uno de los idiomas oficiales de la administración? ¿O no es suficiente con eso? ¿Acaso el Estado ha de ser el laboratorio para las ocurrencias de la clase política, para experimentos sociales con el objetivo de cambiar usos y costumbres de la gente? La inclinación totalitaria que anima tales designios es indiscutible.