El capitalismo tiende inexorablemente a la concentración de la riqueza y a la polarización social. De esa “diferencia de potencial” entre sus extremos parece sacar su energía. La inversión privada más fuerte, siempre destinada a obtener un mayor beneficio, deja el control de las grandes empresas y multinacionales en manos de los menos. El libre mercado es amenazado entonces por la concertación y los monopolios. Solamente el poder estatal puede equilibrar estas fuerzas. Al fin y al cabo, unos y otros necesitan de una clase media con renta suficiente para poder consumir y pagar los impuestos.   Es fácil darse cuenta de que, dentro del tejido social de un Estado cualquiera, los asalariados, esto es los proletarios del marxismo, siempre serán los más. También es algo conocido que la democracia es la forma de gobierno que se basa formalmente en la norma de la mayoría. En una elemental operación racional, nada convendría en mayor medida al interés de aquellos que un régimen de tales características. La pura lógica nos llevaría a pensar que la izquierda sería, por encima de todo lo demás, la ultra defensora de la democracia. Y que el pensamiento de izquierda se volcaría en la filosofía política, buscando la forma de asegurar constitucionalmente que el gobierno de la organización estatal y su parlamento dependiesen efectivamente de la mayoría.   Sin embargo, y sorprendentemente, la doctrina política de la izquierda siempre ha sido reacia a la democracia. Si dejamos a un lado la retórica de su discurso y sus típicos clichés propagandísticos, los partidos de izquierda han actuado, de hecho y respecto a la cuestión del poder, protegiendo, o al menos no perturbando, los intereses de sus odiados antagonistas. Pues nada hubiera resultado tan demoledor para las ambiciones y el afán de lucro desmedido de los capitalistas que las leyes de una cámara verdaderamente representativa de la sociedad civil, donde los diputados de las clases asalariadas siempre serían una mayoría, debiendo atender debidamente los intereses de quienes les eligen. Algo que la izquierda, sin explicar muy bien la verdadera razón, se empeña en impedir.   Claro, que supeditar los cargos políticos del Estado a la revisión periódica de las mayorías en la sociedad civil, también terminaría por someter a los cuadros dirigentes de los partidos de izquierda, que podrían estar en la tesitura de tener que renovarse continuamente, resultando los representantes electos la vanguardia del partido, porque difícilmente podría mantenerse el politburó frente a quienes obtienen el poder de representación de la mayoría. Pero sin democracia, siempre mandarán los búnqueres, que preferirán instalarse en el Estado por su propia acomodada supervivencia, aunque sea compartiéndolo proporcionalmente con otros, en vez de amoldar éste a la sociedad. Y en esas estamos.

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