Buda durmiente (foto: Silvio Tanaka) ¡Entra en razón! Patachara se había enamorado de su siervo, quien pertenecía a una casta inferior. Su familia había arreglado ya su matrimonio con un hombre de su misma casta al que no conocía, pero decidió fugarse con el siervo y vivir en una aldea lejana. Al poco tiempo quedó embarazada y pidió a su (ahora) marido volver con su familia para el parto, como es tradición. Pero no pudieron. A los dos años estaba otra vez embarazada, y esta vez le hizo prometer a su marido que, costase lo que costase, volverían.   Era un camino largo, de varios días. De pronto, mientras atravesaban una jungla, arreció una terrible tormenta. Decidieron que ella se quedase con el niño mientras él iba a buscar algunos troncos y hojas grandes para guarecerse de la lluvia y el viento. Pasó el tiempo y no volvía. Y empezó a sentir los dolores del comienzo del parto. Incapacitada para andar y para pensar, se puso de cuclillas y parió una hermosa criatura, otro niño. Exhausta por el esfuerzo físico y psicológico, se puso a nadar como pudo buscando a su marido. Pronto halló su cadáver. Una serpiente venenosa le había mordido en el tobillo y había muerto casi en el acto.   La tormenta había aumentando el caudal del río. No podía cruzar con ambas criaturas a la vez, así que decidió cruzar primero con el recién nacido, dejarlo en el otro lado, y después recoger al mayor. Habiendo dejado a su recién nacido y ya regresando al otro lado observó cómo un águila lo apresaba y se lo llevaba por los aires. Y los gestos de dolor ilimitado de la madre hicieron pensar al mayor que su madre quería que empezase a cruzar. Se lo llevó la corriente.   Sin saber apenas cómo, Patachara finalmente llegó a su aldea natal, que había sido completamente arrasada por un alud de barro tras la tormenta. De su familia y tantas otras no quedaba ni rastro. A partir de entonces enloqueció. Muchos la recuerdan caminando desnuda, sin ruta, hablando para sí. Pero un día un famoso maestro espiritual de nombre Siddharta Gautama atravesó aquellos parajes. Al verla, le espetó: “¡Entra en razón, mujer!”. Y se sintió avergonzada de su desnudez. Se unió al grupo y un día junto al río la corriente se llevó su dolor.