Baltasar Garzón (foto: silencio) El trasvase de jueces, fiscales o secretarios judiciales de un compartimento estatal a otro (el ex ministro de Justicia, Juan Alberto Belloch, la vicepresidenta Fernández de la Vega o Bermejo -el cazador cazado-, por ceñirnos al PSOE) acrecienta la confusión de poderes en el Estado y menoscaba la independencia de la función judicial. La inamovilidad de los jueces fue una conquista de la civilización. Gracias a ella, los magistrados con un carácter firme y virtuoso tenían la posibilidad de resistir, sin temor a ser removidos, las acometidas, presiones y amenazas que pretendían subordinar sus resoluciones a las voluntades y secretos del poder y a los intereses particulares. En las últimas décadas, hemos comprobado cómo pueden ser desplazados los jueces que investigan la corrupción oligárquica. A Javier Gómez de Liaño, poner en tela de juicio la conducta mercantil del magnate mediático más influyente, le supuso ser expulsado de la carrera judicial. A Baltasar Garzón, cuando estaba intentando despejar la incógnita del terrorismo de Estado, bastó con seducirlo desde la esfera del poder político, prometiéndole un ministerio a la medida de su ambición. Ya lo decía La Boëtie: “antes de dejarse subyugar, a los hombres les ocurre una de estas dos cosas. O son coaccionados o burlados”. Los jueces díscolos se exponen a las represalias, y los más sumisos a los designios de los partidos estatales serán tentados con ascender a la cúpula judicial. Si la causa de las costumbres inmorales procede de la impunidad de los delitos antes que de la moderación de las penas, el vasallaje de los magistrados del CGPJ, el TS y el TC a los señoríos políticos, es una permanente invitación a la rapacidad de los comisionistas orgánicos y al abuso de los gobernantes. Alfonso Guerra, uno de los más groseros falsarios del Régimen, dio por muerto a quien jamás, con su pensamiento, tuvo la ocasión de echar frutos en España, aquel que consideraba una experiencia eterna que todo hombre con poder tiene la inclinación de abusar de él, yendo hasta donde encuentre límites; y que para evitarlo es preciso que, por la disposición de las cosas, el poder frene al poder.