Darwin College (foto: Maksim Tsytlonok) Por quién doblan las cucharas Me lo encontré en el pasillo de la entrada de atrás, como casi todas las mañanas, cerca de las diez y media, justo antes de la hora del té. Le sonreí, como siempre. Me vio, alzando delicadamente la cabeza blanca que ahora se dirigía con exquisita lentitud al herbario escondido de Darwin. Sí, los tesoros que en otros lugares se anunciarían con bombo y platillo, aquí se resguardaban, porque eso era lo que precariamente hacían, detrás de un par de puertas de madera vieja y descuidada. Los ojos del botánico rumiaban el contenido de aquellos pliegos secos día tras día, por el puro placer del conocimiento, de las maravillas escondidas en esas plantas muertas. Y es que incluso ahora todo parece regirse por las mismas leyes de aquella época, de las grandes exploraciones, del saqueo académico, del conocimiento puro.   Yo sé que él sabe, que me conoce, que se pregunta. Hoy me senté cerca de él en el Salón de Té, antes de lo usual, esperando un gesto, una palabra. Otra vez, sólo la mirada furtiva y el sonido incesante de una cuchara tratando de revolver el silencio, de llenarlo, de hundirse en él. Sentí que me faltaba el aire. Necesitaba salir, dejarlo con todo y cuchara.   Mi nueva misión sería confeccionar una muestra perfecta para mi herbario personal. El primer paso ya estaba dado: seleccionar un ejemplar en el que estuvieran presentes los caracteres más representativos del individuo, de la especie, de la familia. Mi espécimen de cabeza blanca sería prensado entre papel secante, inmortalizado con el endemismo valiosísimo que representaba. La ficha residiría en el herbario de Darwin, donde sobreviviría muchos más años que el propio botánico. Cambridge y sus especímenes siempre me han parecido similares a un herbario, delicadamente conservados, perfectamente etiquetados, tradicionalmente inmutables. Las cucharas tocan más aquí que en ningún lugar de Inglaterra, moviendo insistentemente curiosidad y miedo, silencio y tradición, cambio y perpetuidad.