Cuanto mayor es la efectiva nulidad de unos ciudadanos cuya función, en un régimen pretendidamente democrático como este, se ha visto reducida al papel puramente especular y refrendario de los mensajes que la clase política, y de consumo, los medios de comunicación, les envían, tanto mayor es la necesidad de prodigarse en teatralidades que escenifican una relación entre la sociedad política y la sociedad civil que dista de ser la que aparenta. Cuando Felipe González, tras su victoria electoral de 1993, dijo aquella frase vacua de contenido, rebosante de retórica y puramente publicitaria de “He entendido bien el mensaje”, lo que en realidad estaba entendiendo a la perfección era su propio mensaje, el que él mismo creía haber lanzado al electorado, y el que él creía que el electorado le estaba, especularmente, devolviendo. No se sabe cuál era ese mensaje, porque los niveles de afasia alcanzados por el lenguaje de los políticos han sobrepasado ya los límites de la indigencia conceptual, pero el hecho incontestable es que la legislatura que siguió a aquellos comicios precipitó el desastre propio de un poder ejecutivo incontrolado y emancipado de todo control legislativo, como indefectiblemente sucede en aquellos parlamentos cubiertos mediante el sistema de listas. ¿En contexto semejante, con unos partidos políticos que , con la inestimable ayuda de los medios de comunicación, deciden sin contestación posible la “agenda del día”, qué otro mensaje podrían enviarles los electores, más que aquel que los propios políticos han elaborado para concurrir a las elecciones? ¿Entre qué mensajes podrían escoger más que entre aquellos que la propia clase política les ofrece? Y ello, en el supuesto altamente improbable de que tales mensajes fuesen, de algún modo, inteligibles. Quince años después, el lenguaje de la clase política se ha hundido aún más en la sima de la retórica y la confusión. El actual presidente del gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero, ha comparecido en Televisión Española en el programa “Tengo una pregunta para usted”, donde los invitados seleccionados por la casa han podido plantearle una serie de cuestiones ante las que ha podido explayarse en un simulacro de rendición de cuentas que un pueblo tan poco acostumbrado a ese ejercicio no puede dejar de percibir como un magno acontecimiento. Pero lo importante de esta escenificación es el contenido, y a este respecto no ha habido sorpresa alguna. La repetición de tópicos y clichés que, como un insecticida de amplio espectro, ahuyentan las críticas y forman un cascarón retórico sin contenido alguno ha sido, una vez más, la norma: “confianza” y “compromiso” han sido, nuevamente, los grandes “ejes” de su discurso, coronados con la consabida ideología de la “esperanza”, como si ésta significase algo más que un ritual mágico y supersticioso para concitar la presencia de las fuerzas del bien: la “esperanza” no puede ser más que la confesión desesperada de quien ya ha perdido toda confianza en la existencia de un mínimo residuo de libertad que, como tal, permita prever los efectos de una acción encaminada a modificar la realidad imperante.

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