La tesis sobre el fin del Estado son conocidas pero no populares. Carl Schmitt lo advirtió hace bastantes años. Cabe preguntarse si la crisis actual del Estado de Bienestar no será el comienzo del final de la estatalidad. El Estado es un concepto político, una de las posibles formas de lo político y lo que Schmitt denunciaba es su creciente despolitización. Ahora la economía, que no es un concepto político sino uno de lo sectores de los que vive lo Político, parece haber dado el paso definitivo para redefinir el concepto del Estado. A partir de la guerra fría, la política económica ha absorbido a la política estricta. Las llamadas políticas públicas no son más que humanitarismo (no por cierto humanitario) determinado por la economía al servicio de la demagogia. De ahí, el gigantesco aumento de los impuestos y, lógicamente, de las burocracias que consumen una proporción cada vez mayor del Presupuesto. Los impuestos son la sangre del Estado (“el dinero es la sangre de la república”, decía Hobbes al exponer su teoría del Estado), y el Presupuesto, según Schumpeter, su esqueleto. La actividad propiamente política del Estado se ha degradado en pura demagogia al competir los políticos profesionales que dirigen la burocracia por disponer de sus recursos. Y la avidez ha fomentado la importancia de las finanzas: dirigiendo el crédito como convenga aumentan los beneficios de las clases dirigentes. El Estado casi no es más que una trama de negocios, cuya “política” –las “políticas públicas”- oculta los verdaderos intereses. Incluso en la política internacional, la principal causa de los conflictos no es ya política, sino la demagogia que se lucra de ellos; sin contar las ayudas “humanitarias”, los conflictos y las guerras sirven a la demagogia. Un ejemplo próximo evidente es el de los nacionalismos españoles, una invención por la pseudoConstitución de 1978 de falsos conflictos políticos, cuya verdadera ratio es, dicho toscamente, dineraria: la apetencia de ventajas económicas de las oligarquías que los agitan apoyándose en una hiperburocracia y en clientelas económico-políticas; la pseudohistoria, la etnia, el folklore, la lengua, son máscaras encubridoras. La política es hoy economía. Por eso, el chivo expiatorio es el mercado. Pero el mercado ya no es más que lo que quieren que sea los intereses político-burocráticos y financieros. De ahí, por ejemplo, las escandalosas ayudas públicas –y con deuda pública, que el común de la gente cree que no paga nadie, sino que es fruto de la capacidad mágica de los políticos y su burocracia- a las finanzas de los responsables del desastre económico. La auténtica política se ordena al bien común. Pero este es un concepto excluido de la “política” por “anticuado”. La política estatal apenas es otra cosa que la “política” de las oligarquías, cuya sensibilidad política se ha diluido en la mera sensibilidad económica. En estas condiciones, ¿puede sobrevivir el Estado, cuyo concepto es puramente político?