Nada hay de sorprendente, andando de por medio la propia supervivencia, en que el posfranquismo juancarlista fuera reaccionario. Mas no podría serlo contra las mismas leyes de las que emanaba su poder, y habría que transformarlas de acuerdo con los partidos del exilio, aunque tal cosa terminara por convertir al Régimen de la II República en el depositario final de la nueva legitimidad, pasando por encima de cuarenta años de historia y un sinfín de juramentos, testigos silenciados del valor de la palabra y la lealtad de quienes los socavaron. Las organizaciones políticas de la oposición aceptaron la continuidad jurídica a cambio de su particular legalización y subvención, con lo que, mutatis mutandis, el levantamiento del 18 de julio tampoco podría considerarse como algo estrictamente ilegítimo, al menos en su deriva final. Y para quien dude dónde radicaba la verdadera pujanza de éstas junto al camino marcado, baste el titular del primer número de EL PAÍS en mayo del 76: “El reconocimiento de los partidos políticos, condición esencial para la integración en Europa”. Naturalmente, y como resultado de todo este proceso, todo valor de legitimidad resulta algo objetivamente inexistente en España. Lo crucial fue la legalidad estatal y la estabilidad. Y jamás se cuestionó en aquel momento, ni después, la supremacía del Estado totalitario ordenador de la sociedad, que ahora continua bajo el descentralizado manto autonómico. Lo intolerable y retrógrado quedó en que fuera patrimonio de una única facción mediante el partido único, algo hoy felizmente superado y prohibido, junto con la libertad política, por el artículo 6 de la Constitución. Que treinta años después, sin ninguna razón que lo recomiende (una vez conseguida la admisión entre la burocracia del negociado mercantil y monetario europeo), siga manteniéndose el cáncer de esta Monarquía (cuando en España se da el caso único e insólito de soportar partidos financiados por el Estado para oponerse al mismo Estado, queriendo acabar con él en sus territorios autonómicos de influencia, con lo que quiebra la propia razón de ser del Estado de Partidos), sin que se levante un clamor contrario en la opinión pública, da una idea de la absoluta cobardía, cuando no de la efectiva complicidad con el Régimen y sus destrozos, del periodismo y la inteligencia españoles; pero pretender erigir como referente el nihilismo ético, político, intelectual y cultural que supuso la traición compartida de la transición, causa efectiva de lo que hoy padecemos y nunca de lo soñado y perdido, resulta patético. Juan Carlos I en el Consejo de Europa (foto: Council of Europe)