Desde el siglo VIII a. de J.C. se celebraban en el santuario de Olimpia unos juegos que durante cinco días constituían un acontecimiento cultural y religioso; una palma y una corona de olivo eran las recompensas de los atletas vencedores. A pesar de las tópicas alusiones a la tradición griega, ésta no guarda relación con la desorbitada dimensión que ha adquirido el deporte en la vida actual, como espectáculo de masas.   No deja de asombrar que los medios de propaganda y entretenimiento, a los que seguimos llamando “de comunicación” por inercia mental, hayan concedido sus espacios preferentes a una particular crisis dentro de la general: la del Real Madrid, cuyos malos resultados, que lo alejan de su principal rival, han provocado la sustitución del entrenador. El culto que se oficia al fútbol se refleja en la meticulosa atención a cualquier detalle relacionado con el rendimiento de los jugadores, cuya mayor o menor eficacia se traduce en cientos de millones de euros; ante el empuje de los que prometen renovados triunfos, el declive de los veteranos, por muy laureados que hayan sido, apenas se prolonga.   Copia “Lancellotti” de “El discóbolo” (foto: blacque_jacques) Durante la Edad Media, la actitud con respecto al cuerpo -algo sucio y pecaminoso que debía ocultarse- fue hostil; y frente a tal oscurantismo, se produce, en el Renacimiento, con el retorno del arte a la naturaleza, un feliz redescubrimiento de los rasgos físicos del hombre. En las sociedades contemporáneas, asistimos a la magnificación de la juventud y de los valores asociados a ella por la ideología de la libertad de lucro y de consumo: velocidad, dinamismo, exhibicionismo, hedonismo, agresividad, falta de escrúpulos. Los instintos de competencia y de juego, acusados rasgos antropológicos, poniéndose al servicio del vigor y la destreza físicas y del éxito material, entendidos como fetiches de la idolatría deportiva, conducen al primitivismo social.   Si una de las manifestaciones de la barbarie nazifascista fue la glorificación de la juventud, ahora existe un manifiesto desprecio de la precariedad física que el paso de los años acarrea. Con una pobreza espiritual y una falta de vertebración mental características de esta sociedad de la abundancia, frescura y novedad permanentes, se considera que los ancianos son un lastre al que hay que arrinconar en algún asilo, cuando antes eran venerados.

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