Aunque al detalle costara millones de muertos, la apariencia general del fin de la guerra fría fue pacífica. Así, con la decrepitud del comunismo, surgió un muy caliente sentimiento de cultura victoriosa que se concretó en el ultraliberalismo ochentero de los gobiernos anglosajones y en el filibusterismo bancario mundial de la última década y media. Los oportunistas asesores de estos grupos estimularon la economía de consumo considerando quizá que el dinero circula como el nitrógeno y que la demanda excitada, por sí misma, activaría la producción industrial y estabilizaría el mercado financiero para verse de nuevo alimentada.   La convergencia de la amoralidad del hedonismo individualista con los principios ideológicos de crecimiento y consumo, justificó la unión del mandamiento liberal que exige a los gobiernos una débil presión fiscal y la reducción al absurdo del tipo de interés (no criticamos aquí en la antigua y revolucionaria historia del interés cero). Y aunque la coyuntura permitió al amplio sector social afín a esa filosofía medrar hasta las posiciones de influencia que, hijos de la competencia libre y el trabajo honrado, sin duda merecían, también dejó sin parte del negocio a los bancos. Estos frenaron las pérdidas ampliando la lista de sus posibles clientes hasta incluir en ellas a quienes no podían presentar garantías para el pago de las hipotecas. La igualdad aparente en el poder adquisitivo de las masas -casas y coches de lujo para todos- era acompañada de una reducción real de la igualdad de oportunidades y financiada por la banca. La Obra Social daba sus frutos. Y, en el peor de los casos, las suculentas ejecuciones en un momento en el que el precio de los inmuebles volaba hacia otra galaxia, prometían compensar los riesgos asumidos si finalmente se transformaban en impagos. Para solventar la escasez de liquidez y cumplir con la legislación, los bancos pidieron dinero prestado a otros bancos; de manera que entidades creadas por ellos mismos pudieron comprar los paquetes de hipotecas construidos al efecto (titulización) y que incluían tanto los créditos razonables como los arriesgados. Se vendieron a sí mismos los préstamos difíciles de cobrar para hacerlos desaparecer de sus activos. La empresa matriz quedaba saneada. Después estos paquetes (MBS), salieron al mercado a través de Bancos de Inversión, para lo cual el criterio de calificación crediticia (rating) fue convenientemente manipulado y el nombre de los productos modificado.   En este proceso, las aseguradoras quedan al descubierto tras haberse arrojado ciegamente al mercado de la deuda privada; las empresas de calificación quedan en entredicho por la docilidad con que accedieron a recalificar las empresas poseedoras de los productos que en ocasiones ellas mismas habían ideado. Los organismos de control han quedado en ridículo tras haber desconocido, cuando no permitido y fomentado, las prácticas descritas y después sólo ser capaces de reaccionar con incompetente estupefacción.

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