Estación de servicio en EEUU (foto: dwwebber) Como la subordinación a un Estado de partidos donde la soberanía residiría en el pueblo, la creencia en una economía de mercado en la que el consumidor es soberano constituye uno de los mayores fraudes de nuestra época. La gran corporación, con su tecnoestructura, es la institución dominante del capitalismo global. Los jefes de los ejecutivos y los presidentes de las grandes empresas, con sus respectivos aparatos directivos forman el club donde se toman las decisiones principales respecto al reparto de las ganancias. Los consejos de administración y las juntas de accionistas representan el mismo papel ceremonial que los diputados de lista y los votantes.   Las corporaciones, con la complicidad del poder político, recurren al monopolio o al oligopolio para fijar los precios y forzar la demanda; las técnicas de diseño y diferenciación del producto así como una publicidad invasiva promueven las ventas. La especulación no es accidental, sino que forma parte de este sistema corporativo, convirtiéndose en un fenómeno regular que sufre una generación tras otra en la carne de los pequeños inversores, sin la información de los grandes. Y cuando el cuerno de la abundancia deja de manar réditos, se aplica con mano de hierro la cirugía reductora de plantillas, dejando en sus puestos a los que tienen mayor responsabilidad en los malos resultados.   A pesar de su presentación científica, no existen leyes naturales de la economía, sino construcciones ideológicas que redundan en beneficio o perjuicio de una u otra parte de la sociedad. Sin embargo, lo más grave del sistema corporativo es su imbricación con el régimen político. El discurso de liberales y socialdemócratas en esta oligarquía de partidos, se nos muestra, algunas veces (véase Repsol-Lukoil), al unísono, en toda su vacuidad y necedad. Unos hablan de sectores públicos que están penetrados de bastardos intereses privados y otros de mercados libres que necesitan el favor estatal. Esta es la verdad de nuestro tiempo, como diría John Kenneth Galbraith; o “la economía del fraude inocente” que no tiene que ver con las irregularidades legales sin coste que se cometen, sino con la justificación a toda costa de los involucrados en semejante proceso “productivo”.

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