Doña Bibiana Aído, Ministra de Igualdad (foto: bibianaaido) La relación social antecede a homo sapiens. En un primer momento, los grupos humanos hubieron de estar marcados por las condiciones materiales que aseguraban la supervivencia tribal. El trasvase cultural a lejanas generaciones de las primitivas instituciones que lo lograron terminó revistiéndose del equipaje mitológico que asegurara su continuidad y deriva. El sistema resultaba estrictamente conservador, pues no sólo interiorizaba los modos de subsistencia, sino que incluía recetas sociales para adecuar el tamaño de la población a los heredados modos tradicionales de vida. Como la capacidad reproductiva de un grupo depende del número de mujeres, toda vez de los requerimientos económicos de la fuerza física y de la incertidumbre vital respecto a los bebés; es fácil inferir que hasta allí hundan sus raíces la cuasi-universal preferencia sociocultural por los varones y el recurso al infanticidio como formas de control demográfico. Las técnicas quirúrgicas o químicas para eliminar el feto pueden parecer algo más civilizado, e incluso disminuir el sentimiento de culpa de la mujer y de sus asistentes; pero, sea como fuere, no hacen sino sustituir al infanticidio. Con los actuales métodos anticonceptivos y obviando situaciones extremas (amenaza de la vida de la madre, violación, malformación grave del feto), que acarrean terribles dilemas morales, equiparar aborto y progreso demuestra por sí mismo la catadura de nuestros gobernantes. Ocurre, además, que lo que antaño tenía el atenuante de la presión social en situaciones extremas de miseria, ahora se nos presenta como la decisión individual de la madre conforme a sus derechos. No puede ser que el hecho de la propia maternidad sea perjudicial a la mujer. Existe una tensión entre los recursos y la población, lo que ocurre es que, con un sistema económico basado en la precariedad laboral y el consumo, ésta se proyecta a las familias más desfavorecidas respecto al número de hijos. El progresismo consiste hoy en dejar en manos de las mujeres, dentro de la sanidad pública, la herramienta definitiva que impida que su biología ponga en peligro su carrera o haga empeorar su estatus socioeconómico y el de sus familias, en vez de tratar de evitar que esto último ocurra, para poder ocultar así el verdadero trasfondo del asunto: no poner en crisis el orden institucional que provoca una desmesurada desigualdad en el reparto de la riqueza; y cuya oportuna legitimación mitológica está incluida en el bagaje de esta Monarquía de Partidos.