En España, el buen o mal funcionamiento de la economía se achaca públicamente al Gobierno de turno. Nada hay de extraño en ello, pues la Monarquía Juancarlista proviene directamente del Franquismo. De éste heredó una actividad planificada en la que las grandes empresas eran estatales, y en la que los negocios privados medraban regados por el nepotismo y el amiguismo de la discrecional autoridad de la que dependían. No cediendo a la trampa dialéctica de la Partitocracia y sus sostenedores, que presentan el gobierno como la acción particular de algún partido para redimir siempre a otro como alternativa para perpetuar el Régimen, en vez de mostrar lo que en realidad es el resultado de un descontrolado reparto del poder; puede observarse cómo el Posfranquismo ha perfilado el modelo económico actual. Frente a la globalización, los Estados providencia han de esforzarse por mantener un sistema nacional del que nutrir su hacienda. Toda actividad empresarial necesita inversión, lo cual supone un riesgo. Sin embargo, hay sectores que resultan críticos para la economía y que, en beneficio de la mayoría, deben ser protegidos. En España, se han sacrificado en aras de la CEE los sectores productivos, poco rentables, convirtiéndonos en un país de turismo y servicios. El negocio inmobiliario, ligado a la catalogación del suelo y sus corruptelas, ha venido a suplantarlos hasta el agotamiento del mercado interno. Si a esto unimos más “desgracias”, empezando por la entrega de la política monetaria con la entrada en el euro (atrayendo financiación externa a cambio de disparar la inflación, ni reconocida ni compensada en los salarios, que propició el empobrecimiento y endeudamiento de las familias y que duplicó convenientemente el precio de la vivienda); continuando por la incorregida dependencia energética; por el despilfarro del dinero público, y las subvenciones a todos los partidos, sindicatos y demás; y terminando por la bajísima calidad de la educación, torpedeada por la obligatoriedad de las lenguas autonómicas, sin hablar de la investigación; nos encontramos con el desolador panorama que explica la intensidad de la crisis actual. No se trata de ningún despropósito, es la concienzuda labor de la clase política heredada para no contrariar los intereses de la oligarquía financiero-multinacional que en verdad representan. Empero, nada temen, tan distinguidos caballeros, que la quiebra económica haga descubrir el funesto orden institucional que propicia su dominio sobre la mayoría añadiendo una crisis política. Se saben dueños del discurso público. Y su estatus asegurado en los desmanes compartidos con los prohombres del Régimen. Por si fuera extrema la situación, ya se alzan voces para unos nuevos Pactos de la Moncloa que escenifiquen la catarsis en esta misma Monarquía.