J. Edgar Hoover Después de casi un siglo, tiempo más que de sobra para comprobar los resultados de una ley, podemos concluir que “el mayor experimento moral de toda la historia”, en palabras del entonces senador J. Edgar Hoover a finales de los años veinte refiriéndose a la prohibición de un puñado de drogas, ha sido un completo fracaso. En la actualidad, como desde hace ya demasiado tiempo, la mayor parte de las condenas a prisión son debidas al tráfico o consumo de drogas. No contamos el porcentaje, muchísimo mayor, de delitos relacionados con su mundo. Las drogas son tan viejas como las culturas. Han sido utilizadas con los más diversos fines en una libertad espontáneamente regulada que no ha causado en toda su historia la más mínima preocupación de ningún jurista. Su radical prohibición es novedad legal de este último siglo, implementada en los EE.UU. primero y después transferida al resto del globo, hasta el punto de que hoy muchos países contemplan pena de muerte por simple posesión de algunas plantas endémicas. Si al dolor personal y la desintegración social engendradas por la prohibición añadimos los gigantescos gastos de la administración para ejecutarla, los complejos mafiosos que mueven tanto capital como el tráfico de armas o la industria petrolífera, la patente violación a la libertad personal, y la evidente hipocresía de quienes mandan sin acatar ellos mismos lo ordenado, llegamos a la inevitable conclusión de que la prohibición carece de sentido. ¿Qué puede perderse legalizando o, por lo menos, paulatinamente despenalizando su comercio y su uso? La droga sería por fin lo que debe ser, y no, en el mejor de los casos, productos sin la menor garantía sanitaria. Existiría además información científica, fiable y verificable sobre usos y posibles abusos. La prohibición choca contra el principio básico de que cuando una ley es sistemática e inevitablemente violada por la inmensa mayoría es injusta. Esta mayoría sigue actuando con un juicio encomiable ante tamaña barbaridad alimentada por los grandes medios propagandísticos de los gobiernos, los cuales hoy día ya desconocen el verdadero origen de la cruzada contra las drogas a principios del siglo XX, uno puramente racista. Ojalá veamos este buen juicio algún día retornar a las Cámaras legislativas.