Señores Zapatero y Sebastián (foto: jmlage) El capitán Solbes, ese viejo lobo de la economía, nos exhorta con lúgubre ademán, a consumir alegremente en la cubierta mientras la embarcación no se detenga y empiece a sumergirse. Entre la casta partidocrática, resalta el prestigio de los chamanes de los balances y cuentas de resultados; los Fuentes Quintana, Boyer, Solchaga, Rato, Solbes (o Ramón Tamames, al que tanto le hubiera gustado ser el gurú económico de la cosa oligárquica) gozan de un predicamento que no se corresponde con los méritos que han contraído. Las estadísticas de la administración, los precios de los cárteles, los fulgurantes beneficios bolsísticos y las no menos subitáneas pérdidas, toda esa mística de los números, provoca la misma hipnosis que las cosas misteriosas. Y como grandes hechiceros que tienen en sus manos el destino de la humanidad, nos aterrorizan ante la bola de cristal con sus especulaciones y manipulaciones. La crisis es tan palmaria que no precisamos de los abracadabras para descubrirla. Sin embargo, en situaciones así, la función del espiritismo tecnocrático cobra todo su sentido; Solbes trata de ocultar o conjurar esa aciaga realidad con palabras mágicas: “desaceleración”; y pide que se respeten las decisiones de Trichet, el gran brujo de la eurocracia bancaria, aunque nos perjudiquen, ya que obedecen a designios que nos superan, como los de la economía alemana. Zapatero ejerce el poder ejecutivo sin ningún control efectivo, pero nos concede la posibilidad de casarnos, morir y ser enterrados a nuestro gusto. La delicuescencia intelectual del presidente o su izquierdismo de cartón piedra detecta en semejantes avances el inicio de una “transformación” que por supuesto, no tiene nada que ver con la que concibieron Marx y Engels, que por otra parte siempre consideraron al socialismo como una consecuencia del desarrollo y no un método para alcanzarlo. Ahora que la crisis ya está aquí, y no precisamente como la primavera en el poema de Antonio Machado, porque casi todos sabían cómo llegaría, resulta obvio que la persistente negación gubernamental de la evidencia no es fruto de su incapacidad predictiva, sino de un manifiesto propósito de engaño, no sólo por razones electorales, puesto que la demagogia es inherente al Régimen.