La expresión animal de la naturaleza se ha desarrollado más velozmente que sus propios sillares materiales y ha convertido al ser humano en espiritual, inteligente, civilizado y en Dios. Cada individuo tiende conscientemente a desarrollar durante su corta existencia toda la fuerza de la especie, cuya potencia siente, y esa tensión pre-política entre el rango superior al que se pertenece y el nuevo que se podría empezar a ser, ha ido creciendo alimentada por la sensación de soledad que lleva aparejada. El individualismo, visto así como existencialismo, es egoista. No, claro está, en el sentido que podría tener un interés mezquino, sino en el refinado aspecto que cobra ser negativamente, por tinción de contraste. Es una obviedad que las consecuencias que el individuo consciente de sí sufre por vivir en sociedad son mucho más graves que las que la comunidad ha sufrido con la alienación evolutiva de sus miembros. Una sola conversación sirve para contemplar el desolado paisaje que deja la comunidad en estos seres que desean ser el númen y se aferran como a tablas arrojadas en mitad del océano a sus creaciones artísticas, intelectuales o políticas; a sus bienes, belleza, o fortaleza física, para resistir el empuje de la nadería que les parece llegar del todo social. La distinción se ha convertido en una extraña obsesión en aquellos que temen desintegrarse en los demás, sin saber hasta qué punto son congéneres en la propia idiosincrasia. Del otro lado, quienes se entregan voluptuosamente al común son muchos más en número y mucho menos atribulados, parece que la negación de la personalidad supusiera una relajación del sufrimiento apocalíptico que causa, pero a cambio se ven eternamente abocados a la íntima vulgaridad y la renuncia a la originalidad. Sin la especie, ninguno de los egoísmos del pensamiento y el estómago saldría adelante. La libertad no es la significación del individuo, como el liberalismo pretende; mucho menos la extinción de su ser, como ha necesitado forzar el socialismo hegeliano; es la relación emergente entre ese individuo y la entidad que lo acoge de nuevo, la especie, mientras su conciencia lo sigue alejando de ella. De la misma forma que para el individuo de existencia absoluta y acabada fue necesaria una metafísica a la que acogerse y arribar sin mediaciones, para el ciudadano (permítanme la cruel metonimia) es necesario otra vez el concurso de la instancia pre-individual para existir. Por eso la teoría del gen egoísta comete el error de asumir que la potencia específica contenida en cada gentoipo posee viabilidad óntica. No es así. Ninguno de ellos sería o saldría adelante sin la conexión con la especie. Prevert tenía razón: los individuos aislados en esa condición, los siervos de cualquiera, como los amantes olvidados, seguirán acumulándose como las hojas secas bajo el rastrillo.