Cataratas (foto: Marta Chaves) La potencia La convención se celebraba en uno de esos edificios que no eran más que muros destinados a cobijar mucha gente en un espacio reducido, sin preocupación por la belleza arquitectónica del asunto; y erigidos hacia la única dimensión posible, barata y sin propietarios, o sea, hacia el cielo. El jefe, a la espera de rezumar lecciones y órdenes, tenía la inquietante tranquilidad de un animal salvaje dormido. Alrededor, se sentía el silencio compacto y triste de una siesta colectiva, como en una prisión o en un cuartel. El asesor, con su mejor sonrisa comercial, no paraba de hacer aspavientos de bondad; dominaba todos los tópicos de la impudicia humanitaria y las notas más primarias del sentimentalismo. Muy hábil para la confitería social, recomendaba a su patrón que utilizara adjetivos suaves, grises, de tono menor, puesto que ningún pensamiento es inmune a su comunicación: basta expresarlo fuera de lugar o en forma equívoca para rebajar su eficacia. Al repasar el discurso, antes de entrar en la sala de juntas, su reacción más natural era el exabrupto cínico. Recordaban lo que dijo el Conde de Rivarol cuando se reunieron los Estados Generales en Versalles: “Todas las asambleas están compuestas de una mayoría de envidiosos y una minoría de ambiciosos. Las demás etiquetas son todas idénticas.” Era preciso confiar la autoridad a los que no están ansiosos de poseerla, porque en otro caso la rivalidad haría nacer disputas entre ellos. Las reservas seguían fondeadas en su ánimo; no podía dejar de apreciar el matiz, la gradación de la calidad y la complejidad. Por eso, consideraba a su jefe un impostor que enseñaba a resolver los problemas de la vida sin plantearlos. No le consolaba que la salvación potencial del mundo residiera en el hecho de que la especie humana se regenera constante y eternamente. Veía inmensas posibilidades en lo real y creía en cambios que fuesen la culminación de la potencia en cuanto tal.