En su ensayo “La democracia liberal y su época”, C.B. Macpherson señala una circunstancia de orden externo que inevitablemente obliga a los partidos políticos a evolucionar hacia formas de organización no democráticas: la servidumbre de dirigir su mensaje no a un pequeño grupo de electores de distrito, como sí sucedía en el tradicional parlamentarismo inglés, sino a toda la nación. Cuando el receptor adquiere unas dimensiones tan vastas, los partidos políticos se ven forzados a convertirse en maquinarias burocráticas fuertemente centralizadas y con el poder depositado en unas pocas manos: la coherencia de propósitos, o, en moderna jerga publicitaria, la integridad del mensaje, aconseja una organización piramidal en la cual las directrices partan del vértice a la base sin discordancias. Es difícil exagerar el peligro que, para la democracia formal e institucional, supone esta situación.   Sin embargo, en lugar de advertir el mal y obrar en consecuencia, defendiendo a las instituciones de esta perniciosa e inevitable tendencia, en Europa Occidental, y en España en particular, se ha optado –con la excepción de los anglosajones y, con matices, los franceses- por una entrega total del Estado a los partidos políticos, erigidos, en si mismos, en parte de la estructura institucional del Estado: a través de un silogismo tramposo, so pretexto del pluralismo político como uno de los fundamentos de la democracia, se legitima así la conversión de los partidos en organizaciones estatales, hasta el punto de que el propio Estado ha asumido la protección de estos mediante los consabidos mecanismos de sostenimiento económico; financiación que, además, en el caso de España, cae en el estrepitoso circuito de realimentación positiva que privilegia el mantenimiento de aquellos partidos con mayor representación en el parlamento.   La búsqueda del ansiado “centro” político es en realidad la más rotunda e indisimulada renuncia de los partidos a acudir, precisamente, al terreno de la política donde los ciudadanos habrían de esperarles, con la finalidad de encontrar, en ellos, el correlato de la inevitable división ideológica de la sociedad civil. La política se ha corrompido en la misma medida en que los partidos han entregado la gestión de las campañas electorales a agencias publicitarias, y el mensaje se ha vaciado de contenido, como vacío es todo mensaje publicitario, que lejos de incidir sobre el receptor como un sujeto del que se espera la más cabal voluntad de entendimiento, incide sobre él como objeto cuya voluntad debe ser manipulada.   En esta coyuntura, no es extraño que los partidos políticos se vean impelidos a exagerar las diferencias que los separan: pero, por encima de todos los matices, están unidos por la coherencia de propósitos, las tendencias conspiradoras y la conciencia de clase de sus jefes, características con las cuales Meisel describió, justamente, a la clase política.

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