La ingenua pretensión de encontrar en el caso de Aldo Moro, una confrontación entre dos principios irreconciliables, esto es, la piedad hacia la víctima y el principio de legalidad en los actos estatales, topa con la cruda realidad de la razón de Estado, que convierte tales disquisiciones en retórica de moralistas y leguleyos. En “La idea de la razón de Estado en la Edad Moderna”, Friedrich Meinecke recoge esta cita del jurista Pietro Canonhero: “son acciones amparadas en la razón de Estado aquellas para cuya justificación no cabe apelar más que a la propia razón de Estado”. Steve Pieczenik, enviado a Roma por el presidente Carter tras el secuestro, acaba de reconocer que “tuvimos que manipular a las Brigadas Rojas para que mataran a Aldo Moro”. Después de las terribles revelaciones de éste, en sus misivas desde la “cárcel del pueblo”; tras la pública disensión con sus antiguos compañeros ante la estrategia de la intransigencia a la que se entregaron, Aldo Moro vivo y liberado sería muy molesto para un poder implacable, cuyo primer axioma es su autoconservación, como lo indica Canonhero al subrayar el inequívoco fundamento autorreferente de la razón de Estado. Una negociación hubiese abocado al Estado italiano a una situación tan calamitosa, que a su ilegitimidad, añadiría el peligro de una posible “desbandada” general. Ya no se trataba de no negociar, depositando las esperanzas en la Divina Providencia, puesto que la policía se mostró incapaz de dar con él. Prolongar su secuestro hubiera seguido hundiendo en el descrédito a las fuerzas de seguridad. La clase política dio un espectáculo grotesco al echar mano con desvergüenza de la más vacua retórica del “desafío” al Estado, del elogio envenenado a Moro, del “respeto a las víctimas” que según Andreotti impedía toda negociación con terroristas. Todo esto sucedía al mismo tiempo que Moro estaba abandonado a su suerte, porque tenía que morir. Dice Canetti que la frase más monstruosa de todas fue: “Alguien murió en el momento justo”. Aldo Moro (foto: PP1)