Los analistas y medios de comunicación hablan de la conmoción que está produciendo, en todos los sectores de la sociedad estadounidense, el hecho de que Barack Obama, hijo de negro y blanca, pueda ser elegido candidato a la Presidencia de los EEUU, en las primarias del Partido Demócrata. Pero si se examina la biografía, el programa político o las ideas culturales de este elegante y sutil candidato demócrata, llama enseguida la atención de que el profundo y extenso efecto pasional que produce no está causado por lo que hizo ni por lo que dice. El fenómeno Obama se presenta ante la opinión como un efecto universal sin causa general que lo explique. Se alegan tantas causas particulares que ninguna, por sí sola, puede ser plausible. Y el conjunto de ellas es contradictorio. No es determinante el color de su piel, ni su condición de emigrante, aunque sean los factores más novedosos, pues lo apoyan las minorías blancas de mejor calidad profesional y mayores niveles de renta. Goza de la simpatía de la mayor parte de la población negra, pero no de la hispana. Tampoco puede serlo su adscripción a una Iglesia pequeña. Y su programa concreto no difiere del que propone su rival Hillary Clinton. La singularidad del discurso de Obama está en la ilimitada potencia de lo inconcreto, en la falta de definición de lo que desea hacer. “Podemos hacerlo y lo vamos a hacer”. Esto no es demagogia, es una indefinición que se remite a lo definido en el sueño americano de la integración racial, confesional, laboral y asistencial que los gobiernos posteriores a la guerra mundial han frustrado. Barack Obama (foto: transplanted mountaineer) Efectos universales, sin causa general que los produzca, tuvieron lugar en la Revolución Francesa, con el sueño de la libertad (interpretación de Kant), y en la Rusa, con el de la igualdad. En cambio, la indeterminación de los efectos revolucionarios, no caracterizó el nacimiento de los EEUU, causado por la libertad inherente a una guerra de independencia, en un país con esclavos y acogedor de migraciones europeas, asiáticas y suramericanas. Obama puede representar así el secular sueño americano de la integración, literalmente destrozado por los últimos gobiernos republicanos.