Sucede cuando se vive instalado en el delirio y éste se hace cotidiano. Acontece en el tiempo en que la libertad política es sospechosa y quien pretende vivir conforme a sus pautas, marginado, despreciado o perseguido. Es entonces cuando a la verdad los mediocres le reservan sólo tres salidas: encierro, entierro o destierro. Su prisión, su féretro o su exilio es la palabra adulterada, máscara de desleales intenciones. Nace la perversión del lenguaje, obra de un régimen de poder infame que tolera impúdicamente describirla (“El dardo en la palabra”, de Carreter), pero nunca explicar honestamente sus causas. En ese escenario, conviene siempre discernir lo dicho de lo velado. Durante el pleno del Consejo General del Poder Judicial celebrado el pasado miércoles, siete de sus miembros se ausentaron de la sala cuando se debía debatir la aprobación de medidas dirigidas a lograr el cumplimiento de la Ley de Banderas en los edificios judiciales del País Vasco (El Mundo, 27/2/08). Los jueces que se desentendieron de su obligación, denominados por los medios de comunicación “minoría progresista”, adujeron en su defensa ante los periodistas que con su espantada buscaron evitar la repercusión política que pudiera tener una decisión sobre el conflicto en medio de la campaña electoral. Nos quieren decir que jugaron la carta de la “no injerencia”, como si la separación de poderes estuviese en peligro. Como si el poder judicial fuese independiente del político. Con la excusa que han presentado esos jueces para justificar su conducta reprobable, muestran que su única inquietud es la del efecto político de su labor, en lugar de preocuparles la ilegalidad de lo sucedido en el País Vasco. Además, obtienen lo que dicen rehuir: intervenir en la campaña electoral. El uso perverso del lenguaje confunde el conocimiento de las cosas. Un juez nunca debe ser calificado como “progresista” o “conservador”. Como juez, los únicos adjetivos que admite su tarea son los de “imparcial” e “independiente”, y si es así no dejará de impartir justicia sean cuales sean las circunstancias. A un delegado político, en cambio, sólo le cabe observar la línea dictada por el líder del partido que lo eligió. Las palabras ya no significan lo mismo que antes. Fachada del ayuntamiento de Bilbao sin banderas