Don Mariano usted dirá, pero esta corrida ya la hemos visto. La de los malos toreros. El enfado de la afición está justificado. El toro lleva rato campando a sus anchas por el albero y el torero le observa desde el burladero. El maestro no se mueve. Mantiene la montera calada hasta las cejas y resopla en actitud de disgusto. Su cuadrilla se mueve por la plaza tanteando al toro; mucho capotazo sin mucha voluntad. El toro sale suelto una y otra vez. Cambia el tercio y el maestro sigue refunfuñón. El toro no le gusta: apunta malas maneras y hay miedo. Deja hacer a los subalternos. La lidia no se está haciendo y el público se impacienta aún más. Los pitos se oyen y pasan a griterío. Al toro no se le pica, se le castiga mal y sigue suelto. Vuelve a cambiar el tercio. A la remanguillé y por eso de salir del paso las banderillas se van dejando, caídas algunas, las más desprendidas. No hay intención de contentar a la afición. No hay ganas de hacerle la lidia al toro. Los subalternos siguen dando capotazos aquí y allá, y el maestro no da la cara. Pero no hay más remedio, en la muleta habrá que estar ahí. Toma el engaño. No brinda el toro. Trastea un poco. El toro arrea. Pierde la muleta. Vuelven a salir los subalternos. Más capotazos. La pitada es monumental. El toro se acula en tablas y sigue arreando. Ya no sale suelto, se queda parón. A este toro no lo mata nadie como no sea la Guardia Civil. El maestro coge la espada sin ganas. Vuelve a trastear, pero el toro no se mueve, sólo arrea y arrea. El maestro se encara con el público: “qué no lo mato; a este toro no lo mato…”. Casi mejor, casi un alivio. Visto lo visto, sólo cabría esperar mete-saca, bajonazo o similar, e interminables descabellos entre avisos y números cantados por los tendidos. Mejor olvidarlo todo: gastado, perdido, y tomadura de pelo incluida, pero, por favor, que a este pillo no le vuelvan a poner en cartel. Si no quiere torear ni mandar ni lidiar, que se dedique a la venta de refrigerios en los tendidos, pongamos por caso.
Rafael Martín Rivera