El mito sentimental del nacionalismo, que hunde sus raíces en el romanticismo clásico, precisa de una justa causa que legitime su propia existencia, una razón de ser para perseguir su fin último, que no es sino la construcción de su propio Estado. Esa razón es indefectiblemente la situación de presión que sufren sus regiones y que las sitúa en estado de necesidad o peligro de extinción de lo propio, que victimariamente les obliga a promover la separación como único modo de supervivencia.
Sin embargo, si observamos la intensidad de la acción tanto política como directamente violenta del nacionalismo, podemos comprobar cómo precisamente su comportamiento ha sido más intenso ante situaciones de debilidad del Estado del que se pretenden separar, disminuyendo su resistencia cuando más necesaria sería su actividad, es decir, cuando la dictadura persigue y reprime las más elementales manifestaciones de particularismo. El comportamiento es idéntico respecto a la represión de las libertades personales o subjetivas, constituyendo la presencia nacionalista un elemento meramente testimonial en la oposición al régimen opresor, que únicamente se manifiesta eficaz en organizaciones y formas de expresión que reflejan el verdadero hecho nacional como conciencia colectiva que sufre, e intensificando por el contrario su actividad cuando la libertad cultural es plena.
La realidad del comportamiento nacionalista no es ninguna originalidad ni novedad, ya de antiguo Tocqueville advirtió como la tendencia hacia la cohesión regional de los grandes estados tiene uno de sus fundamentos principales en que las tiranías cercanas y locales son sentidas con mayor agobio e intensidad que la acción dirigida desde el centro gobernante. Ello nos enfrenta a la indiscutible conclusión que no son los criterios de legítima defensa o estado de necesidad los que motivan el actuar nacionalista, como invocan, sino criterios de mero oportunismo.
Esta es una norma universal, y si en España podemos constatar como por ejemplo, la crisis del Estado imperial del 68 impulsó el independentismo catalán y vasco una primera vez , o más recientemente la del Estado dictatorial de 1975 dio lugar a la monarquía de las autonomías, también allende de nuestras fronteras podemos comprobar como el desmoronamiento de la URSS o la desintegración de Yugoslavia, por ejemplo, intensifican la actividad nacionalista, inapreciable cuando la fortaleza de ambas superestructuras era monolítica.
Tan es así esto, supone tan clara irracionalidad política, que el nacionalismo subsiste y mantiene razón de su existencia sólo si no tiene éxito, ya que si llegara a triunfar consiguiendo la independencia, desaparecería la razón de su existencia, a no ser que transformara la causa nacionalista en imperialista para oprimir con el nuevo Estado a las minorías pertenecientes a la nacionalidad antes dominante. Por eso, y en palabras de Antonio García-Trevijano, «se puede decir sin cometer una injuria que en el fondo de toda idea nacionalista está germinando ya la flor del fascismo».
La observación de estos comportamientos, de tan fácil comprobación, bastaría para poner en tela de juicio cuales son las intenciones últimas del nacionalismo, si el poder social en sus regiones o el poder político en un Estado propio.