PEDRO M. GONZÁLEZ
La figura del Defensor del Pueblo no es más que un adorno institucional de esta monarquía de poderes inseparados. Ni defiende nada ni representa más que al consenso de los partidos que lo eligen. En su último informe anual, si bien pone de manifiesto el anormal funcionamiento de la Justicia ante la escasez de medios materiales y humanos, no hace mención en momento alguno al nudo gordiano de la cuestión: La falta de separación de poderes y la progresiva administrativización de lo judicial que aquella conlleva necesariamente.
Señala que en la mayoría de quejas de los ciudadanos recibidas el pasado año en materia de Justicia está presente el problema endémico de las dilaciones indebidas. Subraya que si bien en el orden jurisdiccional civil los retrasos no son tan llamativos como en otros años, en el contencioso-administrativo el origen de las demoras está en la “inercia administrativa” consentida por los órganos jurisdiccionales. Tal inercia sería debida a la tolerancia judicial en el incumplimiento por la administración de los plazos procesalmente establecidos, en asimetría con los justiciables. Otro efecto más de la ausencia de separación de poderes que no acierta a detectar el informe, ya que sin separación de poderes la Justicia contencioso-administrativa nunca será tal al ser siempre el juez parte. Siendo así ¿Cómo es de extrañar que existan privilegios tácitos sobre plazos de vencimiento y otros rigores procesales a favor de la parte que elige a los rectores de la jurisdicción?
Considera asimismo inaceptables las esperas que se producen en el orden social con la actual situación económica, e insiste en la necesidad de abordar lo antes posible la modificación de la Ley de Enjuiciamiento Criminal. Eso sí, sin especificar el sentido de tal modificación, ya que todo apunta a la extensión al orden penal del recorte del sistema de recursos y a la entrega de la instrucción a unos fiscales dependientes de una Fiscalía General del Estado nombrada a dedo por el ejecutivo. La ciudanía, “el pueblo”, está indefenso frente al poder único de los partidos que controlan la Justicia, desde la elección de sus cuadros de mando hasta su presupuesto. De eso su “defensor” no dice ni pío.
Con verdaderos representantes ciudadanos sometidos al mandato imperativo de sus electores elegidos independientemente del ejecutivo y con una Justicia separada en origen del resto de poderes y facultades del estado, no se necesitaría tan floral como inútil figura como es la del “Defensor del Pueblo”, coartada al fin y al cabo de la arbitrariedad institucional y poder uniforme de la justicia de la Razón del Estado de varios partidos que en él cohabitan.