PEDRO M. GONZÁLEZ
Ahora que se ha ampliado el privilegio del aforamiento judicial al rey emérito, no está de más repasar, por la propia actualidad de la cuestión y aunque parezca reiterativo, las rocambolescas consecuencias prácticas de la aplicación de tal especialidad procesal.
En Enero de 2.011, el Tribunal Supremo (TS) condenaba al diputado del Partido Popular (PP) Sr. Uriarte con una multa de 2.400 euros y ocho meses de retirada de carné de conducir como autor penalmente responsable de un delito contra la seguridad vial. La sentencia fue comunicada a los medios por el propio condenado a la salida de la sede del Alto Tribunal tras lo que denominó una “imprudencia” que había cometido hacía once meses. Uriarte dio positivo en una prueba de alcoholemia practicada por la Policía Local de Madrid tras sufrir un accidente cuando conducía su vehículo por la capital y chocar con otro coche. En el momento de los hechos el imputado era vocal de la Comisión de Seguridad Vial del Congreso, cuyo pleno hubo de dar su visto bueno y permiso a través del mecanismo del suplicatorio al mismísimo TS para que el después convicto y confeso, dado que la sentencia se dictó finalmente con su conformidad, fuera enjuiciado.
Al margen de la conducta penal en sí, y en cuanto a lo que subyace en el iter procesal, resulta difícil valorar que resulta más bochornoso, si la forma o el fondo. Si la existencia del privilegio irrenunciable que extrae del sometimiento al juez ordinario y predeterminado por la ley por un delito común a una persona por el mero hecho de su cargo presente o pasado, o el acto formal del propio suplicatorio como ruego de una justicia suplicante pidiendo permiso a la clase política para enjuiciar especialmente a sus miembros. Sin embargo ahí está, el TS pidiendo permiso al Congreso para enjuiciar a uno de sus miembros por conducir ebrio, delito tan ajeno a la competencia objetiva del Tribunal Supremo que deja a las claras la falta de dignidad y subordinación del Órgano mas allá de los mármoles y boato del Palacio de las Salesas, testigo mudo de tan infame espectáculo. El patetismo hipócrita y cínico de la situación se subrayó cuando Uriarte a la recepción del suplicatorio por el Congreso manifestara su voluntad de ser puesto a disposición del correspondiente juzgado común, lo que fue expresamente denegado por el órgano de guardia el día de los hechos subrayando la irrenunciabilidad del aforamiento privilegiado en tanto que no abandonara su escaño, lo que por supuesto nunca sucedió.
“Ahora a cumplir como dije desde el primer momento consciente de la imprudencia que hice y con toda responsabilidad, como cualquier ciudadano”. Refirió Uriarte en la puerta del TS. Pues no, como cualquier ciudadano no, ya que el privilegio procesal de aforamiento en el enjuiciamiento criminal de parlamentarios, miembros del ejecutivo o de la propia judicatura (y ahora del rey cesante) más allá de las manifestaciones que realicen en el ejercicio de sus funciones, resulta injustificable violentando la regla de juez predeterminado por la ley y de igualdad entre justiciables. Pero no sólo eso, ¿cómo va a controlar la Justicia la política si para juzgar a uno de ellos hay que pedir permiso a sus pares?, y lo que es más importante: si esa sumisión se muestra en un delito menor con tal claridad, ¿qué no será ante el espolio amparado en el cargo o ante el crimen de estado?