Ante el vacío de ideas sobre Europa, parece interesante recordar las tres concepciones que inspiraron, en la época dorada del nacionalismo liberal, el proyecto de Federación europea. La concepción francesa se basó en el principio federativo de Proudhon (inspirador de la Iª República española) y en la transfiguración europea de los romanticismos nacionalistas (la que Víctor Hugo propuso en su discurso a la Exposición Universal de París). La conciencia de clase de la Internacional Socialista anuló la posibilidad de federación de la conciencia nacional. El protestantismo de la filosofía política alemana y el militarismo prusiano apagaron el ecumenismo de la transfiguración mística de Francia que Hugo pidió al Segundo Imperio.
La concepción suiza influyó notablemente en el movimiento federalista europeo. Suiza siempre ha desmentido la idea de que Europa necesite construirse como espacio mercantil antes de aspirar a su unidad política. Ese pequeño país no tuvo que integrarse en el Mercado Común para alcanzar uno de los niveles más altos de desarrollo económico. Pero la realidad helvética es más convincente que la teoría suiza para federar Europa. La identidad entre comunidad cultural y comunidad política, debida a Bluntschli, era una confusión nacionalista que no explicaba la singularidad suiza ni la ausencia de conciencia europea. La concepción alemana, debida al diplomático prusiano Constantin Frantz, se basó en el miedo a Francia y Rusia. En una primera fase la Federación de Europa sólo debía comprender Alemania, Austria-Hungría, Suiza, Suecia, Noruega, Bélgica y Holanda. En política exterior este núcleo debía establecer una Entente con Inglaterra. Y, una vez “purificada la atmósfera”, extender la Federación continental al mundo anglosajón, incluidos los Estados Unidos de América. La política nacionalista de Bismarck segó la hierba de esta utopía protestante, del mismo modo que la de Napoleón III agostó la del proyecto católico de Víctor Hugo.
*Publicado en el diario madrileño Ahora en junio de 2005.