PEDRO M. GONZÁLEZ
La incapacidad manifiesta de la monarquía de partidos para resolver los conflictos de la ley con la política tiene su origen en la inseparación de poderes. La indivisión de facultades estatales con el consustancial sometimiento de la Justicia a la voluntad de unos privilegiados agentes políticos sin intermediación alguna con la sociedad civil, hacen que el consenso entre aquellos sea la única forma de solución al antagonismo institucional.
Cuando ese consenso, auténtica antítesis de la política, fracasa, se evidencia la precariedad de unas instituciones cuya inutilidad sólo es comparable a la estupidez de quienes las ocupan. La crisis de estructuras creada por la parálisis de órganos parajudiciales como el Tribunal Constitucional (TC) a la hora de dar su visto bueno o revocar la legalidad del estatuto catalán es un buen ejemplo. Si desde el ejecutivo el desconcierto vacilante entre la renovación o la esperanza de que prevaleciera la matemática de magistrados afines “por causas naturales” ponía en ridículo al gobierno en pleno, las declaraciones que emanaban del parlamento y la judicatura describían nítidamente la nula inteligencia institucional.
Valorando la propuesta de limitación de competencias objetivas del TC propuesta desde el gobierno autonómico catalán el portavoz de la Asociación Profesional de la Magistratura, D. Antonio García, subrayaba que lo importante era tener un fallo judicial cuanto antes. ¡Valiente defensa de la independencia judicial de quien sólo esperaba que le dijeran lo que había de hacerse!
No es de extrañar que a día de hoy Artur Mas refute la autoridad del absurdo TC con un adefesio como que “la esencia de la democracia es el voto popular”, de donde extrae la imposibilidad de tribunal alguno de revocar leyes emanadas de los parlamentos. ¿Sabrá quien era Tocqueville? Y es que la esencia de la democracia no es tanto el voto mismo como el control del poder por los gobernados, lo que en nuestro país no ha ocurrido jamás.