Ninguna de las historias de la Transición que se han difundido llega a ser consistente. Ni en el relato de los hechos, ni en la descripción de lo fáctico, ni en la definición de los fenómenos, ni en la explicación de los mismos, ni en su justificación. El relato es fantasioso. La descripción, incompleta. La definición, ilimitada. La explicación, efectista, la justificación, falaz. No son narraciones eficaces para el conocimiento procesal del cambio operado con la conversión de la Monarquía Dictatorial en la actual, que es la esencia de la Transición. Ninguna resiste la prueba de su consistencia. Y entiendo aquí por consistencia la cualidad de un discurso que basa la esencia de algo histórico en lo que ese algo «consiste».
Las historias sobre la Transición son inconsistentes, no porque sea inconsistente la realidad del sistema de poder, cuya génesis y desenvoltura tratan de narrar, sino porque todas ellas obedecen a la necesidad de justificarlo en lo que no consiste. Puras apologías del poder. Mala ideología. Hasta el punto de que si la Transición consistiera en lo que de ella dicen sus historiadores, la Monarquía habría sido víctima temprana de la inconsistencia delatada en su historiografía.
No es consistente situar la crisis de gobierno de junio de 1976, y el nombramiento de Adolfo Suárez en un contexto de ruptura con el «espíritu de 12 de febrero» de Carlos Arias, sin dar valor a las presiones de la Embajada de Estados Unidos, sobre el Rey, para que otro franquista más audaz abriera las puertas al partidismo político, sin los tapujos asociacionistas de Arias, pero dentro siempre de sus mismos límites ante el PC -Kissinger temía que, en caso de triunfo de la Ruptura, adquiriera en España la misma hegemonía que en Portugal-; y sin dar trascendencia a la gestión paralela de la socialdemocracia alemana (Willy Brandt) con González para que el PSOE, financiado por ella, participara en las elecciones antes de legalizar al PC, y abandonara la ruptura democrática. Acuerdo que se produjo en abril de 1976.
No es consistente situar la nueva frontera colaboracionista de la oposición, frente a los planes reformistas de la dictadura, en el pacto con Suárez de 11 de enero de 1977, sin dar valor histórico a la decisión del PSOE de pasar por la ventanilla de Arias, manifestada a la Platajunta, en mi despacho, una semana antes de la crisis gubernamental de junio de 1976.
No es consistente fijar en enero de 1977 el cambio de estrategia de los partidos ilegales, respecto a su participación en unas elecciones bajo la legalidad franquista, sin dar importancia a las declaraciones de Gil Robles, durante la segunda mitad de 1976, pidiendo elecciones cuanto antes. Ni atribuir a González la iniciativa de pactar la Reforma de la Dictadura con Suárez, sin valorar su entrevista con Fraga, ministro del Interior de Arias, en el chalet del Viso de los suegros de Boyer, donde le manifestó el acuerdo del PSOE para presentarse a elecciones bajo el «espíritu de 12 de febrero», si se convocaban con una ley electoral de sistema proporcional, aunque no estuviera legalizado el PC ni los otros partidos comunistas o republicanos.
No es, en fin, consistente atribuir a Torcuato Fernández Miranda, por el lado del Régimen, y a González por el de la oposición, una visión anticipada del proceso de la Transición, puesto que tanto la operación Tarradellas como la legalización del PC fueron las dos improvisaciones de Suárez que definieron la esencia íntima del cambio político.
Ni es consistente dar al pueblo papel alguno en el poder constituyente que se arrogaron, contra la legalidad, los jefes de los partidos con representación significativa, tras las elecciones generales bajo la Monarquía Dictatorial, puesto que fue una decisión secreta, de la que tuvieron conocimiento los diputados, y la opinión pública, por la filtración que obtuvo el excelente periodista Pedro Altares.
*Publicado en el diario La Razón el jueves 8 de marzo de 2001.